Crítica de Ad Astra
Cualquier despistado podría llevarse a engaño. Ad Astra no es un espectáculo de ciencia ficción al uso ni, tampoco, es la rendición de James Gray ante la maquinaria de Hollywood. El proceso de aparente viraje hacia el mainstream que emprendió el realizador y guionista con Two Lovers no es sino una continuación natural de su voluntad investigadora entorno a sus temas habituales. Tomo dicho melodrama romántico como punto de inflexión porque fue ese el momento en que abandonó las líneas estilísticas que hasta entonces habían caracterizado su carrera y empezó a acometer géneros distintos. El drama histórico en El sueño de Ellis, las aventuras selváticas en Z. La ciudad perdida y la aventura espacial en Ad Astra se contraponen al thriller urbano y parduzco de Cuestión de sangre, La otra cara del crimen y La noche es nuestra, por otro lado dramas criminales deslumbrantes.
Pero insisto. Juguetear con los géneros no deja de ser “humo y espejos” para el neoyorquino. Porque en el fondo lo que él quiere es incidir de nuevo en los temas en los que se impregnan todas sus películas. Esencialmente uno: la tensión generacional implícita entre padres e hijos y las expectativas explícitas de unos sobre otros. En este caso el Mayor Roy McBride recibe el encargo de viajar hasta Neptuno para atajar una cruzada febril emprendida por su progenitor, presunto héroe nacional aeronáutico que en realidad está a punto de generar un cataclismo de consecuencias fatales para la vida en la Tierra. Una argucia argumental que en el fondo funciona como resorte para el drama personal de Roy, hierático solitario que vive atormentado por la semiorfandad, y que ha hecho de su carrera una especie de respuesta/reflejo a la trayectoria vital de su padre.
Así que sí, esto es un viaje físico al centro de la galaxia, una aventura cósmica y una nueva variante, en clave thriller espacial, del modelo Joseph Conrad. Pero en esencia es la historia de un tipo que parece condenado a repetir los errores de su predecesor y por ello se ve abocado a esa búsqueda en pos de saldar cuentas. De aclarar las cosas, subsanar errores y finalmente, quizá, “matar al padre”, deshacerse de su influencia para, por primera vez, empezar a vivir como una persona autónoma. La conclusión de Ad Astra, en toda su languidez, no deja de ser un happy ending… pero uno lógico, consecuente e incluso necesario.
Así las cosas Gray se sitúa en un plano de ciencia ficción, digamos, “cerebral” próximo a 2001, a Solaris o incluso a Interstellar. Pero, eso sí, decide encerrar todo el peso dramático en sus dos personajes principales, el omnipresente McBride y la fantasmal figura de su padre, especie de coronel Kurtz parapetado en su propia locura. Eso confiere a la película un halo de intimidad e introspección que muy conscientemente contraviene planteamientos maximalistas: ese inminente fin de la humanidad que el protagonista debe evitar termina siendo un macguffin, una excusa que sirve de motor a la peripecia emocional. Por este motivo el realizador antepone a la grandilocuencia un lenguaje cinematográfico raso, directo pero muy expresivo (el aislamiento de Roy cuando lo abandona su pareja, a quien Gray mantiene fuera de foco en todo momento) que refuerza constantemente el discurso de la soledad, el desamparo e incluso la paranoia.
En esta tesitura podrían chirriar dos escenas que por tono y equilibrio narrativo parecerían prescindibles, o que podrían ponerse en duda en virtud de la concesión hacia el espectador más generalista. Pero incluso en ellas Gray transmite ideas interesantes y plantea posibilidades inquietantes: esa llegada a la luna y posterior persecución entre rovers sugiere que aunque la humanidad parta de cero seguirá cometiendo los mismos errores (mercantilización del colonialismo, robo y asesinato). Mientras que la secuencia con los simios en gravedad cero, ya de por sí justificable por su poder perturbador, nos recuerda que a veces la fiebre por la conquista y los avances tecnológicos nos conduce a situaciones surrealistas.
Son dos secuencias (a la que podríamos sumar también una impresionante caída libre que funciona como prólogo) casi raras en la filmografía de su director y aun así filmadas con una convicción aplastante. Lo que quizá no es tan raro es la capacidad escénica que, de nuevo, vuelve a exhibir. Hablaba hace un momento de lenguaje cinematográfico. Pero también el tratamiento estético resulta intachable. Porque si bien se acerca a los postulados de la ciencia ficción remitiendo ligeramente a lo especulativo, en esencia su mirada no dista mucho de un presente reconocible e incluso de una especie de ejercicio de retrofuturismo que transmite una atmósfera casi setentera, diría que apelando a ciertos clásicos modernos tanto norteamericanos como, en los momentos más introspectivos, europeos.
Todo ello, a lo que se suma la exquisita partitura de Max Richter, la fotografía atmosférica de Hoyte van Hoytema y una sobresaliente interpretación protagonista (Brad Pitt en lo que es ya uno de los papeles pivotales de su carrera), termina de redondear una bella y deslumbrante obra magna de la ciencia ficción contemporánea. Un espectáculo que, paradójicamente, funciona como eso y al mismo tiempo como escape por la tangente hacia esos terrenos crípticos donde la investigación moral de la soledad y los lazos familiares generan paisajes aún más fascinantes que el suelo lunar y los anillos de Neptuno.
Trailer de Ad Astra
Valoración de La Casa
En pocas palabras
Hermoso relato de introspección, ejercicio de minería psicológica profunda o rotundo espectáculo de ciencia-ficción. James Gray puede con todo ello al mismo tiempo y firma otra de sus obras capitales, ajeno aún a los pasos en falso.