Crítica de Un amor Inmortal (Einen no hito)

un amor inmortal

Parece mentira que el DVD como formato siga horadando piedra cinéfila, abriendo luz en túneles que aún se mantenían impracticados. Y permitiendo vislumbrar, o empezar a vislumbrar, carreras que en este formato y en este país permanecían aún desconocidas. Se entiende, en cierto modo, pero no se justifica. Porque quizá el nombre de Keisuke Kinoshita haya sido en occidente durante las últimas cinco décadas ostensiblemente menos visible que el de algunos de sus paisanos, pero al mismo tiempo su currículum incluye títulos esenciales de la filmografía nipona de la segunda mitad del siglo veinte. Especialmente sus referencias como realizador -su periplo empezaba en los años 40 pero casi se finiquitaba en los 60, periodo prolífico durante el que dirigió poco menos que cuatro docenas de películas- pero también por su involucrado con algunos nombres clave de la Historia del cine japonés: fue productor de Dodes ‘ka-den, de Akira Kurosawa, y guionista de Dora-heita, de Kon Ichikawa.

De modo que sí, a pesar de contar con una carrera menos sólida que la de Ichikawa, menos popular que la de Imamura y menos decididamente trascendente que las de Naruse, Ozu, Kurosawa o Mizoguchi, la filmografía de Kinoshita esconde agradables recodos. Es más, con facilidad se le puede encuadrar a las puertas de esa casta de directores nipones que renovaron a partir de primeros 60 el panorama y se constituyeron casi en una suerte de nouvelle vague oriental. Nombres como los de Masahoro Shinoda, Hiroshi Teshigahara, Nagisa Oshima, Kaneto Shindo o Masaki Kobayashi estallarían tras un Kinoshita que, al contrario que ellos no se sumergió en el thriller o en el fantástico, sino que se mantuvo en los límites del drama -con alguna incursión en la comedia- entroncando estilísticamente más que con la radical modernidad de los citados, con los melodramas de Naruse y Mizoguchi. Solo que ofreciendo, especialmente en esta Un amor inmortal (1961), una suerte de clasicismo transgredido. Una recuperación de las esencias que, en los años 60 ya necesitaban revisiones.

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La historia de Un amor inmortal nos sitúa en los primeros 30, en pleno retorno de los soldados a casa. Uno de ellos, Heibei, fracasado que regresa con el orgullo y la pierna gravemente heridos, termina violando a Sadako -interpretada por cierto por Hideko Takamine, habitual de Mikio Naruse-, una joven que espera el regreso de Takashi, su amado que sigue en el frente. A partir de ese momento, sin embargo, Sadako se ve obligada a contraer matrimonio con Heibei y a empezar una relación que prolongará sus odios y rencillas a lo largo de más de 30 años. Resumiendo, un argumento de partida puramente propio del melodrama clásico que, sin embargo, se despliega con fuerza narrativa y formal inusitadas.

Veamos. Respecto a lo primero, Kinoshita ofrece un relato dilatado en el tiempo fragmentado por largas elipsis temporales. Tres décadas segmentadas para ejemplificar el estatismo de los sentimientos en un tiempo prolongado: lejos de tamizarse, el odio que se profesan Heibei y Sadako va acrecentándose, y violentándose por culpa de la llegada de hijos y el enquistamiento de los viejos rencores. Al respecto, el realizador y guionista juega con sabiduría una carta relativista que lo acerca a una suerte de impostación que, en el fondo y paradójicamente, proporciona mayor naturalismo: ninguno de los miembros de la pareja se convierte en verdugo o víctima en el juego de pasiones entre ellos y el más desenfocado Takashi. Tanto Heibei como Sadako oscilan entre sentimientos, pero ninguno de los dos despierta más rechazo o comprensión en el espectador que el otro.
Al final, y en virtud de lo orgánico del relato, el juego de pasiones desbocadas, celos desmedidos y rencores prolongados termina desembocando en un terreno incierto donde conviven la compasión y la resignación, la redención y la condena, el perdón y el orgullo en un final esperanzado y desesperado al mismo tiempo.

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Sin embargo, lo que verdaderamente llama la atención en Un amor inmortal es su gramática visual, su tratamiento escénico, sus planteamientos musicales de choque; en general, sus arrolladores virtudes formales. Porque partiendo de una propuesta de puesta en escena elegante, sugerente e incluso preciosista, el realizador construye una muy enriquecedora tensión entre interiores y exteriores, siendo los primeros una suerte de liberación hacia la deriva existencial y los segundos (en ocasiones muy Ozu) una representación de un pasado que esclaviza y encierra entre cuatro paredes, no sólo físicas. A este respecto, la cámara siempre está buscando puntos de fuga en la propia escenografía. Infructuosamente, claro: la inapelable eficacia del uso de la profundidad de campo en los interiores de la casa se concreta en planos de puertas y pasillos que sólo desembocan en otras habitaciones, nunca en exteriores. Sin embargo es cuando el foco se desplaza hacia fuera que la imagen cobra toda su fuerza visual y su voluptuosidad. Los personajes andan en contraluz, la naturaleza reclama su espacio, la escena toma todo su cariz de equilibrio entre el sosiego y la turbulencia. Todo ello rematado, siempre con la idea del contraste como bandera, con una banda sonora compuesta íntegramente por -atención- música flamenca cantada en japonés.

Al final, Un amor inmortal termina deviniendo en el más atípico de los melodramas típicos, un inicio de ruptura del clasicismo que posteriormente quedaría pulverizado por las visiones casi apocalípticas de los citados ahí arriba: en el camino de la destrucción de los conceptos clásicos de relaciones humanas, de esa transgresión que centraba La mujer de la arena, El rostro ajeno, La mujer insecto o The pornographers, Un amor inmortal podría ser perfectamente un primer paso.
Un imprescindible soslayado del cine nipón que, menos mal, ahora nos llega al ámbito doméstico de la mano de una A Contracorriente Films que sigue manteniendo un catálogo autoral perfectamente tonificado y con -este caso así lo prueba- alta capacidad de sorpresa. A pesar de ello la edición que nos ocupa vuelve a renquear en contenido extra, ofreciendo de nuevo nada más allá de las fichas técnica y artística y un trailer para una edición que, eso sí, cuida la película con el mimo que se merece: copia restaurada con impecable calidad de video y audio, este último en versión original con subtítulos en castellano. Así que de nuevo, DVD imprescindible más por el material de base que por cualquier incentivo extra. Tal y como están las cosas, más que suficiente.

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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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