Crítica de Antes del anochecer (Before Midnight)

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Guinda de la hasta el momento trilogía romántica de Richard Linklater, Antes del anochecer demuestra que otros criterios más allá de los puramente crematísticos pueden motivar la existencia de series cinematográficas de larga duración. Y es que como si de un radiógrafo de la esencia del amor se tratase, el director se ha puesto en la piel de un paciente demiurgo que espera su momento, venga cuando venga, para completar su obra y poder hablar del asunto romántico a partir de una dimensión poco observada en el cine norteamericano actual: el tiempo. Y aquí, las elipsis son inexistentes, porque en el fondo el tiempo que transcurre en la vida de Céline y Jesse, los protagonistas que se conocieron en Viena en 1994 (Antes del amanecer) y se reencontraron en París en 2004 (Antes del atardecer), es tiempo real, tiempo vivido. Así que sí, con este tercer retrato de la vida de ambos se redimensiona la historia inicial (ya será difícil volver a ver aquella primera con los mismos ojos) y se establece una inetersante reflexión entorno al tiempo narrativo y el tiempo histórico.

Pero no vayamos tan lejos. Linklater siempre ha sido un narrador muy capaz de articular distintas capas de interpretación, muy interesado en reflexionar entorno a las cualidades de realidad y constructo y en edificar un universo de ligeros escapes metalingüísticos: también aquí los hay en la piel de un Jesse escritor que ha plasmado en forma de libros la historia (historia, ficción) que nosotros hemos estado siguiendo a cucharaditas estos dieciocho años. Pero a lo que voy es que además de todo eso Linklater a menudo se ha mostrado un afilado retratista de la juventud de cada momento, un entusiasta de lo generacional (en clave más ortodoxa –Slacker, Movida del 76, Suburbia– o menos –Waking Life, Escuela de Rock, Bernie). Y de eso, y ante todo, hay aquí. El planteamiento inicial no puede tener en un mayor grado una carga de amargura, la de la pareja central, ya juntada y con dos hijas y en lucha inminente contra la eternidad; pero en esencia esto vuelve a ser un retrato generacional.

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El de la de la cuarentena. El de esa quinta que ahora alcanza la edad adulta para toparse con el fin de la juventud, el punto de marchitez permanente de los sueños, la llegada de las responsabilidades y, especialmente, la obligación de tomar decisiones. Que al fin y al cabo es lo que subyace en el fondo de la película; la irrupción de ese momento en que la toma de decisiones deviene drástica. En que uno debe decidir si está satisfecho o quiere cambiar de vida. Si ama o simplemente actúa por inercia. Si, como en el caso de Jesse, quiere pasar el resto de su vida con su pareja y sus hijas o debe entregarse al terror personificado en la figura de su exmujer para, a cambio, poder prestar más atención al hijo que tuvieron en un pasado.

Todo esto se despliega narrativamente en forma de cotidianía tragicómica a lo largo de un sistema de conversaciones sucesivas perfectamente diseñadas y escénicamente autosuficientes. Ni más ni menos. El realizador plantea un avance de la trama que se produce mediante charlas que nacen en un entorno eminentemente rural, el de la Grecia más paradisíaca. Una disposición de las intenciones que se entrega a la propia fluidez, al naturalismo de las escenas y a la lógica primaria de los pensamientos y los sentimientos. Un recurso que empieza como planteamiento idílico, con la fluidez intercultural de Una película hablada, pero poco a poco va virando hacia otra cosa, hacia los lugares en los que la problemática se hace visible. Hacia los estados de ánimo que propician el renacimiento de los resquemores, las viejas rencillas, tanto en momentos que conducen a ello -conversaciones de un peso paquidérmico- como en otros que resultan inesperados -diálogos más aparentemente triviales-.

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Lejos de entregarse al esteticismo exótico de las más frígidas propuestas romantico-turísticas de Hollywood, Linklater se empapa de un genuino europeísmo y afrancesa su tono y su prosa, colocándose en un punto muy Rohmer -de nuevo él-. Y muy sutilmente empieza a sacar partido formal y textual de los elementos, caso de esas ruinas que funcionan como fugaz metáfora, o como posible premonición para la relación amorosa. Un poco la misma carta que jugaba Rossellini con los amantes petrificados de Te querré siempre, que no en vano recibe su cita en la película en un comentario distraído de Céline (no de Jesse, importante).

De modo que lo que empieza pareciéndose a un Woody Allen de bolsillo termina en el fondo más cerca del Bergman de Secretos de un matrimonio gracias a su excelente escalada dramática planteada desde la batalla -también de sexos- dialéctica, incluso a ratos emparentada con Raymond Carver. Es obviamente en estos diálogos donde reside el auténtico valor objetivo de Antes del anochecer, marcado por el metronómico juego de palabras y silencios, de máscaras y obviedades. Por la lucidez de unas conversaciones que se cargan de subtexto y autoironizan desmitificándose a si mismas y van (re)dibujando a los personajes, revelándolos producto de un profundo y brillantísimo estudio de caracteres. Unos personajes encarnados con rotundidad interpretativa y sutileza exquisita por unos Julie Delpy y Ethan Hawke que se intuyen emotivamente cercanos a sus papeles.

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Mientras que el valor subjetivo lo determina la capacidad que tiene la película para conectar con esos sentimientos, deseos, miedos y frustraciones tan universales como el propio amor. Por hacer respirar y sentir a esos dos personajes que conocemos, que se compenetran y se coordinan entre ellos y que apelan a nuestro recuerdo: y que nos hacen sentir demasiado cercanos a ello no tanto por sus disquisiciones más o menos metafísicas como por su cualidad de mensajeros y testimonios del paso del tiempo. Ese paso del tiempo, ese desgaste, ese final de la esperanza (¿o sigue habiendo luz?) del que, nos pongamos como nos pongamos, ninguno de nosotros podrá zafarse.

Estamos, pues, ante una película muy particular -por irresistiblemente universal-, muy acotada en sus pretensiones y su target, pero también una en la que sólo se echa en falta algún homenaje al cine griego (Angelopoulos podría, a su manera, casar con el contenido de Antes del anochecer) para ser redonda en resultados, plena en logros vitales y cinéfilos. Algo paradójicamente logrado gracias a, entre otras cosas, su muy estimulante juego de carencias buscadas y satisfacciones insospechadas. En ese sentido, casi perfecta.

8’5/10

Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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Comentarios

  1. Todavia no he tenido iempo de verla pero con muchas ganas!

    Muy muy fan de la primera, tambien de la segunda aunque menos… no se, me parecio mucho mas predecible, aunque me parece genial como el director resuelve ese lapsus temporal entre la primera y la segunda parte… casualmente los personajes estan en mi misma linea temporal y ademas tenia mas o menos la misma edad que ellos en la primera y una historia por momentos parecida, solo que en otra ciudad europea y evidentemente con un final diferente jeje
    A ver si la puedo ver mañana, si no sera para despues de las vacas, pues el sabado nos vamos para la tierruca y me niego a verla doblada!!!

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