Crítica de Apartamento 1303: La maldición
Si algo ha quedado claro tras la masiva llegada de películas de terror japonesas, es que poca cosa hay que asuste tanto como una chica flacucha, pálida y con el pelo negro, larguísimo, tapándole la cara. Con que se quede ahí, en su camisón, mirando fijamente a pantalla, ya hay más que de sobra para que media platea necesite algo a lo que aferrarse o con lo que taparse los ojos. Eso lo entendieron en seguida los gerifaltes de Hollywood y por eso, todo remake de tales películas ha mantenido esa figura intacta. Y lo que son las cosas: en algunos casos ha acabado cuajando mejor incluso que en el original (me refiero al primer The Ring americano; argumentos aparte, la escenas de terror orquestadas por Verbinski funcionaban infinitamente mejor que en el homónimo nipón de Nakata). Mal vamos cuando para la enésima revisión occidental de una de terror oriental, lo primero que cambia es el fantasma en cuestión: ahora es una rubia, delgadita y con ojeras (una tal Kathleen Mackey), que por mucho que vaya vestida con un camisón blanco, si debe transmitir alguna sensación, se acercará más a la excitación que al terror. Mal empezamos. Claro que si fuese solamente este el único mal de Apartamento 1303: La maldición, aún quedaría en poco más que una anécodta…
No, a partir de aquí la cosa va de mal en peor. Y es que no sólo es que haya habido un tremendo fallo de casting y/o maquillaje, es que toda la película es un error en sí mismo. Incapaz por salirse de los clichés más manidos del género (esto va de un apartamento al que va a parar una chica después de que haya quedado disponible por defunción de su anterior inquilina) el director y guionista Michael Taverna no ve o no quiere ver la oportunidad de ofrecer un acercamiento diferente a los mismos, ya sea en clave de humor, de excesos, de revisión irónica, o de vehículo para exponer su estilo (en caso de tenerlo). Nada más lejos. Opta por un producto sumamente vulgar, impersonal, y evita cualquier conato de discordia, no fuera a ser que cualquier sector de su target de espectadores pudiera sentirse ofendido. Pero ni siguiendo el manual de los sustos más trillados consigue alterar en lo más mínimo la apatía que se establece a uno y otro lado de la pantalla. Si acaso, lo único que despierta el film es irritación.
Irritación por un absurdo después de otro, más allá de la carencia más absoluta de ideas tras la cámara. Es decir, además de una acumulación inabarcable de planos vulgares y de secuencias resueltas con franca torpeza (esa escena en la bañera con jabón digital para evitar poner al descubierto las vergüenzas de Misha Barton, las sombras cruzando por la puerta, la concatenación de escenas entre los repiqueteos en la ventana…), Apartamento 1303: La maldición aglutina un absurdo tras otro mediante un guion de vergüenza. ¿Que hay que hacer entender que una mujer, sola en casa, empieza a notar algo raro en su apartamento? Que hable para sí misma. ¿Qué se descubre que han sucedido inenarrables desgracias en el lugar? ¡Mudémonos una y otra vez! ¿Qué hemos fichado a una histórica del género, Rebecca De Mornay, y no sabemos qué hacer con ella? Consumamos minutos de metraje mediante un drama familiar metido con calzador, que por mucho que sirva de detonante argumental, no consigue acoplarse a la película ni por su tono (de sitcom) ni porque aporte demasiado, la verdad.
Vamos, que se puede decir más alto pero no más claro. Apartamento 1303: La maldición es un desastre con todas sus letras. Una de fantasmas de última división que ni asusta ni divierte, por tomarse demasiado en serio a sí misma sin tener las armas necesarias para hacerlo. Imagino que los fans de la Barton andarán como locos por la película, pero todos los demás, si le tienen un mínimo apego a su vida, huyan.
2/10
Y en el DVD…
Huyan de la película, y de su edición en DVD. No nos gusta morder de la mano que nos da de comer, agradecemos que la Paramount nos enviara la copia, para poder valorar su edición, pero la cosa clama al cielo. La película se presenta en un solo disco con apenas un par de filmografías y fichas, aunque tampoco es necesario nada más. La imagen es más que correcta, goza de buena definición y consigue transmitir a la perfección esos colores, entre parduzcos y apáticos, que emplea Taverna. Hasta ahí bien. El problema radica en su imperdonable selección de audio. El espectador puede elegir verla en castellano (con un doblaje francamente desacertado) y estaría haciéndolo con un 5.1 de rigor. O puede hacerlo en inglés, bendita e imprescindible versión original, en cuyo caso escucharía un mísero estéreo plagado de fallos harto molestos, y sin ninguna posibilidad de aplicar subtítulos. Una carencia francamente imperdonable a día de hoy.