Crítica de Bellflower
El caso de Bellflower es de lo más curioso. No por la película en sí, que ahí se debería hablar más de méritos que de otra cosa, sino en lo que a las sensaciones que desprende se refiere. Y es que la opera prima de Evan Glodell (ojo: dirige, escribe y protagoniza) está tan empeñada en incomodar a propios y extraños que, al final, no deja satisfecho a absolutamente nadie, ya sean espectadores de corte más genérico, o eruditos gafapásticos tendientes a amar todo lo que los demás desprecien. Y lo curioso es que a la postre, sí se acaba valorando positivamente. Intentemos no liarnos, y dejar las cosas claras ahora mismo: la película busca el rechazo desde el principio, y en vista de que lo consigue (luego explicamos por qué), se puede hablar de misión artístico-cinematográfica cumplida. A costa, claro, de perder el beneplácito de quienes gusten de propuestas más comerciales. El problema es que después, al inicio del tercer acto, un giro de guión tan inesperado como indeseado también provoca el rechazo de quienes tienen estómagos más resistentes. Y sólo cuando uno vuelve a ella, que la jodía se queda en la memoria un buen rato, es cuando acaba sacando más valores positivos que negativos. Ahora ha quedado algo más clara la idea, ¿no? Pues lo dicho, a tratar de dilucidar qué pasa con este torbellino tan imprevisto, que hasta tiene el desparpajo de colarse entre premiaciones de la más variada índole.
Decía que ante todo, lo que hay en Bellflower es mucho mérito, y es que no todos los días se ven películas tiradas adelante con tan poco presupuesto, y que encima vayan creando ese runrún que la acompaña a cada una de sus proyecciones. La coronación definitiva de tal esfuerzo, de momento, la ha encontrado en una nominación (secundaria, pero nominación al fin y al cabo) a los Independent Spirit Awards… Y es que por algún lado debía apreciarse esa rabia desenfrenada que se respira a cada fotograma (y que, precisamente, hubiera sido imposible con una inversión económica mayor). La misma furia que lleva a que la propia lente de la cámara esté (muy) sucia, la misma que obliga al espectador a tragar escenas francamente desagradables desde nada más empezar esta particular historia de amistades y amor a tres bandas. Y lo cierto es que uno llega hasta a dudar. ¿Habrá algo más allá de la mera búsqueda de revoltijos estómago-morales? Cuesta decirlo, y es que como decíamos, de buenas a primeras lo primero que busca Bellflower es, más que el escándalo, el rechazo puro y duro. Quiere incomodar, y por ello va enturbiando argumento y ánimo hasta que, mal que le pese al público, se crea una comunión total basada justamente en lo opuesto a su definición.
Y lo mejor de todo es que las cosas parecen estar ahí por alguna razón de ser; como si todo se estuviera encaminando hacia una gloriosa lección final, labrada a base de locura creciente y enfermedad pura, y de aquellas que remueven algo por dentro. Los personajes están todos locos, vaciados por dentro para verse rellenados de un sinfín de restos podridos de la mayor bajeza; los vínculos entre ellos se enturbian; y el drama se avecina inexorable.
Lástima que justo entonces, cuando todo está mejor que nunca y ya tiene a media platea desesperada y a otra media extasiada, va el globo y se revienta en nuestras propias manos. De acuerdo, no descubrimos por qué ocurre lo que ocurre a partir del determinado momento en que un personaje se va definitivamente a la mierda arrastrando con él a todos los que le rodean. Y mientras no lo descubrimos, somos felices. Pero poco a poco el pastel se va oliendo, hasta que una explicación final que raya en lo ridículo lo hace evidente; y entonces, todo pierde sentido. El mensaje se desvirtúa y desaparece toda su mordiente. La película, en definitiva, se vulgariza: cambia objetivos y mira hacia otros referentes, y aun gracias que mantiene el desagrado visual (esta vez ya no sólo traducido en una imagen sucia, ni en alguna escena vomitiva: ahora hay violencia, sexo y vejación).
Ya digo, no es nada fácil reconocerle los méritos a Bellflower: cae mal tanto cuando lo pretende como cuando no. Y más imposible todavía se hace recomendarla. Difícil e imperfecta, que tenga una fotografía solvente y un estilo que tire de dogma y road-movie a la vez no deberían ser motivos suficientes como para tenerla en consideración siquiera, si buena parte de lo demás acaba fallando. Y sin embargo, ahí está, sorprendiendo en Sitges ’11 (donde se llevó el premio a la mejor película según el Jurado Joven) y obteniendo el ya mencionado reconocimiento independiente. Y me temo que no hay mayor explicación, que la que reside en ese poso de chunguez visceral que te deja. Hay ocasiones en que las películas se convierten en puro sentimiento, y la rabia poco contenida del debut de Glodell es de aquellas que impregnan. Y eso, bien vale el esfuerzo de los que busquen en el cine algo más…
7/10