Crítica de Berberian Sound Studio
Retened el nombre de Peter Strickland en vuestra memoria. Retenedlo y prensadlo, masticadlo, lo que sea, pero que se quede ahí fijo, porque va a ser un tipo que os va a ganar o se va a convertir en vuestro acérrimo enemigo. Porque eso, justo eso es lo que ocurre con -y lo que caracteriza a- los nombres de culto, que se odian o se aman más allá de todo raciocinio. Y sí, ha salido esa palabra. El culto. Sospechosa, delicada y atractiva a partes iguales. Ya anhelada por infinidad de creadores pero alcanzada por un simple puñado, siempre que las ansias de mitificación del respetable no se salgan de madre. Y ahora podrían salirse. Y aunque aviso de encendidas hipérboles y entusiasmos disparados por mi parte, creo firmemente que en esta ocasión estaría justificado: Berberian Sound Studio, nueva película del realizador británico, va a hacer historia privada, va a estar en boca de muchos aficionados. ¿Aficionados a qué? No sé, al fantástico, o algo así. O a la simple experimentación, me temo.
Al mismo género en cualquier caso del que forma parte Arrebato, con la que ya se la ha comparado insistentemente a raíz de su vocación de experimento fílmico metalingüístico y enigmático. Añado otra referencia: El grito, la de Skolimowski. Con ella también comparte temática: la ética y estética del diseño de sonido para cine. Solo que en este caso, además, se rinde homenaje a una escena fílmica muy concreta, la de la Italia de los 70, años de giallo, de sangre rojo oscuro, de gritos femeninos operísticos, puñaladas traperas que rasgan piel, carne y músculo, de escatológicos salpicones de casquería repugnante, de enervantes chillidos proferidos por brujas siendo apuñaladas en los ojos por cimitarras de carnicero. Todo eso había que sonorizarlo, por supuesto, y normalmente se hacía en localuchos tan poco inspiradores como los mismos escenarios que planteaban en sus películas los Argento, los Bava, los Fulci, los Martino. Antros opresivos, oscuros, fantasmagóricos y en los que se respiraba un bochorno seco, entre el olor a sudor y a aliento cortado.
A ese lugar y en ese momento llega un Toby Jones que es todo educación de escuela de pago inglesa y contención de gentleman y que termina metido, en una perfecta bajada a los infiernos, en una espiral de métodos grotescos practicados por personajes turbios. Ejecutivos animales y señoras explotadas, en este caso como actrices, pero da un poco igual.
Con la llegada de Jones, lo que empieza como una especie de drama existencialista en la linea de un Barton Fink sobrepasado por la sordidez de una escena artística crispada y casi nihilista; lo que se plantea inicialmente como una radiografía costumbrista de aquella idiosincrasia creativa, termina virando, poco a poco y sin saberse muy bien cómo ni por qué, en una pesadilla lynchiana en la que la realidad y la ficción, el sueño, la alucinación y la verdad irán perdiendo de vista sus límites. Los paisajes mentales que crea Strickland responden a sensaciones, a rupturas del juicio, a escapes psicológicos y a cambios de humor más que a auténticos planteamientos argumentales, convencionales y ordenados; menos aún amables o complacientes. La narración planea malvada como un drone acechante y se va extendiendo como una manchurrona de aceite monótona y viscosa. Esto no hace prisioneros: o se odia o se ama. Pero se reacciona en cualquier caso.
No obstante, si Berberian Sound Studio es una película no sólo grande, sino directamente enorme es por su impactante espíritu formalista. Strickland afirma haber aprehendido para sí las enseñanzas visuales de Tarkovsky y Béla Tarr. También se puede rastrear a un Cronenberg contenido e incluso al Bergman más violentador. Y claro, al Lynch de las atmósferas enrarecidas. Pero sea como sea, el impacto visual y especialmente auditivo es absolutamente alucinante: la película no sólo representa una oda a la artesanía sonora y la producción cinematográfica de guerrilla, sino que se erige directamente en experiencia sobrecogedora y brutal donde cada sonido, cada truco de feria tiene vida y entidad propia. Y también una capacidad de generar cualquier tipo de reacción visceral en el espectador, ya sea por sí mismos o creando imposibles partituras de efectos encadenados que se transmutan o se mantienen impasibles. Que se trenzan entre sí y se contradicen, jugando a la disonancia y al choque. El resultado, un magmático lienzo sonoro en el que cada pincelada significa una nueva e inexplorada textura.
Una película, en fin, que desafía al espectador, a su paciencia, a su tendencia acomodaticia y a su receptividad hacia productos torcidos y descompensados. Una historia metatodo, experimental, salvajemente independiente. Una película fascinante que si no resultara tan agresiva en sus planteamientos formales y tan árida en su planificación argumental (¿aburrida? háganselo mirar los alérgicos a todo lo distinto) demandaría revisiones continuas y constantes; y se iría revalidando, revelando nuevas facetas de su arquitectura formal, nuevas estrías en su entramado audiovisual. Como en aquellas riquísimas piezas musicales -y el símil aquí es casi literal- en que uno va descubriendo capas superpuestas y pequeños detalles escondidos a cada escucha que otorgan más y más y más complejidad a un producto final que en su poder magnético y capacidad de fascinación se prevé eterno.
Acojonante.
8’5/10