Crítica de Betty Anne Waters
Con los hechos reales hemos topado. Con la realidad (alerta de sacralización de lo que vemos), el «lo que pasó», el triunfo de la mediocridad de lo auténtico sobre lo –muchísimo más vulgar, dónde va usted a parar- indecente de la fabulación. Que una película quiera justificarse a sí misma mediante la promesa de veracidad es, a parte de un posible signo de los tiempos, un muy mal síntoma. Al final, lo que hicieron alguna vez los Coen -un «basado en hechos reales» totalmente falso-, más que convertirse en reflexión sobre la legitimidad de lo «documental» frente a lo «ficcional» quedó en boutade, en anécdota a la que nadie le hizo mucho caso. Porque parece que volvemos a lo de siempre. Cartelito («esta historia se basa en unos hechos ocurridos en Massachussets a partir de 1980» o algo por el estilo) y a contar verdades, sin importar demasiado cómo se cuentan.
Todo este fogueo introductorio ¿para qué? Pues imagino que ya se intuye: para dejar claro ya desde un principio que «Betty Anne Waters» es, más que otra cosa, una película mediocre.
Tampoco mala. Siemplemente mediocre. En una media de narrativa poco autoexigente, acomodada, algo pija incluso. ¿Malo? Un poco más de lo deseado, teniendo en cuenta que esto gira entorno a uno de esos Davides que combaten el goliathismo de las instituciones. Gubernamentales, nada menos. La triste paradoja de una película que habla del desafío (a la ley, al poder) pero que lo hace desde unos planteamientos inmovilistas, acartonados, definitivamente conformistas. Casi reaccionarios en su estatismo. Lo «revolucionario» y «desafiante» es sólo una corteza. Los valores profundos son los mismos, esos que gustan tanto a cierto sector cinéfago.
Hablo de una cuestión sociológicamente más amplia. Pero también podemos reducir eso del «sector cinéfago» a unos términos un poco más simples y referirnos a ese sector al que, simplemente, le gustan las tv-movies. En esos márgenes catódicos se mueve «Betty Anne Waters», a la que la pantalla grande le está un poco ídem. Sus imágenes son bastante planas, su puesta en escena demasiado funcional y está desprovista de cualquier asidero expresivo al que agarrarse. Y sus mecanismos dramáticos se mueven en las coordenadas habituales: condenas injustas, familias de clase media-baja, espíritu de superación, tramas patibularias y legales, y demás parafernalia Hallmark, esta vez con su punto de crítica social con mujer obcecada en busca de justicia, a lo «Norma Rae», a lo «Erin Brokovich». Todo en unos márgenes de previsibilidad que asustan y planteado según la consabida estructura río en una historia (la de una chica que se hace abogada para sacar de la cárcel a su hermano acusado injustamente) que abarca cerca de 18 años. Salpimentada, por supuesto, con los correspondientes flashbacks.
Curiosamente son estos flashbacks los que dan un poco de enjundia al asunto. Otorgan el peso merecido a la pareja protagonista y disponen el lienzo sobre el que van a trabajar sus (esto sí) solventes actores. Hilary Swank y Sam Rockwell se llevan el gato de «Betty Anne Waters» a sus poco procelosas aguas. Construyen una férrea relación fraternal basada en la unidad afectiva como única vía para tirar adelante, la familia como último reducto: la fe de Betty Anne en su hermano es inagrietable; la complicidad, aparentemente ilimitada. Es interesante observar los caminos y los planteamientos interpretativos de cada personaje (y también, por cierto, qué visión da esta película y la historia del cine en general, de la figura del «hermano»). Y resulta atractivo observar cómo, a pesar de avanzar juntos y de partir de un punto común representado en los flashbacks, el tiempo va haciendo mella de modo distinto: ella apenas cambia físicamente; madura, pero experimenta un camino lógico, aferrada a su convicción. Mientras que en él podemos adivinar el tiempo en sus arrugas, en sus miradas cansadas y en sus cracks emocionales. La presión social y los errores de terceros han terminado casi destruyéndolo.
Pero (ellos y el carrusel de estupendos intérpretes que acompañan –Melissa Leo, Juliette Lewis, Peter Gallagher-) son excepción en este piloto automático que se autodenomina «guión en clave de melodrama humano». Lo cierto es que el director Tony Goldwyn se pasa más tiempo preocupado en parecer sincero y profundo que en lograr ser honesto. Quizá debería haber prestado más atención a pequeños detalles que elevaran su historia sobre el grueso de producciones similares. Pero prefiere imprimir a todo una pátina de normalidad, una falta de glamur (el vestuario es buscadamente anodino, por ejemplo) y de tanto que se esfuerza en ello, y en ser consecuente a nivel formal (rehuye de la épica legislativa, rueda con cámara al hombro, no abusa de los grandes despliegues musicales) al final el resultado termina paradójicamente transpirando una alarmante falta de sinceridad y una cierta esterilidad de sentimientos. Acentuado por la irritante incapacidad para escapar de los clichés del género: no falta ni siquiera el texto final de contextualización de los personajes, ni tampoco la consiguiente foto con los protagonistas reales.
Es un detalle final. Casi trivial. Pero es algo que hemos visto tantas veces que ha terminado ya convertido en un tic de lo average, de lo mediano, de lo pulcro, correcto y conformista. Justo lo que es «Betty Anne Waters». Una medianía que requería de menos atención a la Historia -con mayúscula- y un poquitín más a la historia -minúscula, sencilla, personal y potencialmente emotiva-.
5/10