Crítica de Black Mirror: White Christmas
WHITE MIRROR – Contiene Spoilers sobre el episodio.
La serie británica Black Mirror creada por Charlie Brooker ha conseguido en dos temporadas (de tres capítulos independientes cada una) dibujar un futuro distópico no muy lejano donde sentirnos terriblemente identificados. Un retrato de la sociedad actual a través de una de sus obsesiones: la tecnología, las pantallas, todos estos aparatos que, apagados, no son más que exactamente eso: un espejo negro. Black Mirror es este espejo en el que, a pesar de la dureza del reflejo que devuelve, queremos seguir mirándonos.
Este diciembre se estrenaba con gran expectativa un capítulo especial navideño de duración excepcional de 90 minutos titulado, precisamente, White Christmas. Dirigido por Carl Tibbets (quien ya dirigió el capítulo 2×02, White Bear) y con John Hamm, Rafe Spall y Oona Chaplin entre el reparto.
Hasta ahora, cada capítulo se había centrado en un aspecto concreto de esta distopía: la muerte, la memoria, la política, la justicia, etc. Una proyección de nuestros miedos y de nuestra vida cotidiana. Significativamente, si hablas de la serie en una conversación de café nunca habrá consenso sobre cuál es el mejor capítulo: cada cual tiene su preferencia y sus argumentos para defenderla. Esto es un claro ejemplo de cómo Black Mirror ha mantenido un nivel altísimo de calidad, ha explotado un motivo que nos inquieta y nos fascina a partes iguales.
El capítulo que nos ocupa, sin embargo, no ha logrado mantenerse a la altura de la expectativa. Sin restarle méritos a las destrezas interpretativas y visuales, la trama deambula sin encontrar un rumbo claro, y el resultado acaba siendo una pieza virtuosa pero menos contundente de lo que nos tenía acostumbrados.
En un inicio, parece que la flecha va hacia la destrucción de la barrera entre lo real y lo virtual, la proyección de un mundo donde ha desaparecido todo rastro de intimidad debido, sobre todo, a que todo el mundo lleva implantada en el ojo una «lentilla» que hace a la vez de teléfono, de cámara, de red social, etc. (es decir, las «Google Glasses» sólo que en este caso «Google Lentillas»).
Pero después introduce otro factor que es la posibilidad de estas instrumentos de «bloquear» alguien. De manera similar a la que hoy en día lo hacemos en Facebook o en otras redes sociales, en medio de una acalorada discusión en el mundo distópico de Charlie Brooker se puede impedir a alguien de sentir y ser sentido, e incluso de ver y ser visto. Y además, puede ser de forma definitiva. Se trata, sin duda, de una aplicación interesante, pero no queda suficientemente sustentada ni explicada por la trama. Uno de los protagonistas de White Christmas se encuentra «bloqueado» por la que hasta el momento era su pareja, y en este hecho se basa el drama del personaje. Pero por más cruel y dura que nos parezca su situación es tramposa, ya que no lo es por efectos de las nuevas tecnologías sino de una droga mucho más antigua y cruenta: el amor. (¿No sería lo mismo si ella en lugar de «bloquearlo» simplemente le hubiera dejado?)
Otro hilo de la narración nos lleva a una reflexión en torno a la esclavitud tecnológica: si hoy en día ya somos bastante esclavos del móvil, de la tecnología, de la de la red, de mirarnos el ombligo, Tibbets lo lleva al extremo cuando nosotros mismos nos convertimos en una cookie, es decir, nos hacemos extraer nuestra conciencia para hacer un «mini-yo» que trabaje para nosotros. Se trata de una literal auto-esclavitud: nos hacemos prisioneros de nosotros mismos por nuestro propio interés. Pero otra vez, una genial idea se encuentra poco apoyada por la trama: la protagonista se hace hacer una cookie de sí misma nada menos que para que le controle la casa y le tueste las tostadas a su gusto.
Más tarde, la idea de la cookie se conecta también con su utilización para la justicia: sirve para extraer a los prisioneros una confesión de su crimen (pudiendo así relacionar el capítulo con el anterior del mismo director, de temática similar). Además, como la extracción de la conciencia es, en el fondo, un desdoblamiento de la personalidad, una clonación, al final descubrimos que el protagonista se encuentra atrapado en una mise en abyme, un juego de espejos, un show de Truman, un cuadro de Escher bastante ingenioso.
El resultado es un excelente producto televisivo a nivel de realización e interpretación, pero con un motivo y una trama demasiado desdibujados, un Black Mirror menos Black, una especie de White Mirror que no me atrevería a criticar si no fuera por las implacables imágenes que la serie de Charlie Brooker nos había hecho llegar anteriormente. Esperaremos, impacientemente, más y mejor.