Crítica de Blancanieves (Mirror Mirror)

Cuando creíamos que lo que ahora se llevaba, en el mundo de las adaptaciones al cine de cuentos clásicos, era la visión desesperanzada y oscurantista que propone el fenómeno adolescente-emocional que todos conocemos, llega Tarsem Singh y afirma que no, que lo bueno es la versión luminiscente y brillantinosa de ese mismo giro. Lo cual no significa el back to basics que dejaría las cosas tal y como salieron de la mente de los Grimm, Perrault o Andersen, sino un puro giro del giro: esto ha pasado por tantas capas de aprehensión y reinterpretación que, sí, tenemos cuento de hadas, pero sí, es cien por cien postmoderno.
Es la única manera de que a uno no se le indigeste tal cantidad de glucosa destilada y tan pura que le dormiría las encías con sólo olerla. La única manera de atacarse (porque esta Blancanieves no se ve, se ataca uno con ella) con lo nuevo de Tarsem Singh, extremo esteta no se sabe muy bien de qué gusto y radical imagenólogo (o algo así) que se ha propuesto convertirse porque sí en autor a base de prensar estilos artísticos dispares para convertirlos en una trompetilla de plástico: colorida, ruidosa, ligera, de calidad más bien horchatera.

Así que mucho cuidadín a la hora de enfrentarse con un producto Singh, superado ya el conplejo «¿este tío va en serio?», asumido que probablemente lo que quiere es que le deje en paz la gente con seso para ser disfrutado por, sea del credo que sea, la gente con tripas.
O sea que Blancanieves es Tarsem one-o-one. Libro de estilo Él. Ideario iconográfico marca de la casa: kitsch a manguerazo limpio, a presión, en todo el rostro, derrame retiniano a base de imagen en alta definición pornográficamente detallista y partida de labio vía bofetón mediante la combinación por un lado de interiores teatrales, donde domina el dorado purpurina y los ocres plástico, con por otro la majestuosidad rebosante de los paisajes de cuento Disney y donde a menudo irrumpe el gótico de diseño con sospechosa afinidad burtoniana. Una ampulosidad visual límite, de hiperestilizados planos y tan dudosos como abundantes choques de contraste cromático (nunca el blanco de la nieve había parecido tan petardo y carnavalero). De composiciones bizarras entre lo sublime (preciosa la representación del interior del espejo) y lo estéticamente mentecato (el diseño de vestuario y peluquería, gloriosa broma pesada con gracia). De recreación física, plapable, cartonpiedresca, alternada con la erótica de lo digital y el CGI. Como en su última Immortals, la personalidad visual de Blancanieves está fundamentada en la trituración bestia e irreflexiva de decenas de fuentes, de tendencias artísticas y disciplinas variadas. Como en aquella, muchas de las secuencias parecen retablos. Otras están planificadas y fotografiadas como una pura escena teatral. Las de más allá como un arranque épico o lírico.

 

 

Todo bien dispuesto para dar coba a un cogollo, corazón del relato fiestero y desprejuiciado, una mezcla recauchutada de comedia romántica y cuento de hadas con hipersalivación, donde cabe de todo: desde lo genuinamente cómico hasta lo rematadamente lamentable. Desde el acierto sincero hasta la más pedestre gilipollez. Donde hay lugar para la magia blanca y la magia marrón mierda. Una película que cabría desear para los más pequeños de la casa si descubriéramos que los más pequeños de la casa son diminutos psicópatas con adicción por el caballo heredada en la lactancia.
Un guión cómico que trata entre algodones o repatea, según, el humor de cartoon y el porrazo de slapstick. Que se mueve entre la finesse y el arranque grotesco y grosero (absolutamente fabulosa la secuencia del tratamiento cosmético en palacio) y que, al final, debe entenderse desde la perspectiva del cuento puro y duro, aun con sus convenientes remozados pensados para los tiempos que corren: tiene todo esto su puntito iconoclasta y aún más su pequeña carga subversiva, inferior a la de un Shrek, pero muchísimo más honesta.
Todo ello conforma un gran videoclip de ritmo irregular y soplo cardíaco que no puede evitar bajar revoluciones en un segundo tramo hiperoxigenado. La burbuja va llegando al cerebro y el colocón narcótico empieza a notarse, y ni siquiera un montaje antinaturalmente fragmentado, salido de una mano torturada por el párquinson o afectada por el chute de lo que sea, agresivamente picado y que hace de la anti-economía de planos bandera, ni siquiera eso puede evitar la cierta repetición de esquemas.
Ah, pero menos mal que está ahí Julia Roberts.
Contra todo pronóstico, la actriz-póster y su piñada sonrisa de varios pársecs de anchura (gracias, Weird Al Yankovic) se abren paso a codazos por entre los dobleces de la película, reivindicando la fuerza de una mula en coz cómica, puñetazo de carisma, profesionalidad y versatilidad brutal hasta merendarse con pan de payés y Dom Perignon a morro a una audreyhepburnada Lily Collins. Si la de Roberts no es la más petarda y zorril madrastra a este lado del reino, baje Walt y lo vea.

 

 

¿Que Blancanieves es una hez proyectada a 24 fotogramas por segundo? No sé, no se lo voy a discutir a nadie. Por lo menos a nadie que esgrima el clasicismo de las formas y el respeto (a todo, en general, El Respeto) como arma. Porque esto se debe, como digo, entender desde la perspectiva del «cualquier cosa (por viscosa y dulzona que sea) vale y me la suda si este señor quiere transgredir la autoironía o si es un hortera de cuidado». Si obedece a su origen indio o si es un maldito cachondo que se ríe de todo y todos cuando nos cuela ese final de chiste desfasado y agresivamente demodé, puro Bollywood en Auto-Tune.
Una traca final capaz de erigirse en símbolo de toda una comunidad -se intuye cuál- y que a su pesar o no (insisto en que no lo sé) termina haciendo parecer todo un gran juego, una gigantesca parida autoconsciente y juguetona, una enorme representación del kitsch. Y no queda más remedio que defecarse tanto en ella que, de algún extraño modo, se puede terminar sintiendo una cierta simpatía por esta versión locaza de Blancanieves que, de estar vivos, o bien aterraría a los Grimm o bien protagonizaría el forro de sus carpetas en el instituto. Yo creo que lo segundo.
6/10
Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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Comentarios

  1. Sobreentiendo que al menos esta version del cuento si es para niños, no? Lo del respeto al menos es un punto es practicamente imposible superar al clasico de Disney… :)

  2. Yo fue ver el trailer y querer huir muy lejos, donde las imagenes que había visto se borraran de mi mente…tanta glucosa no puede ser buena.

  3. Y sin embargo, yo mantengo lo que dije desde el primer día. Esta va a ser la Blancanieves buena. La primera pista es la crítica de Bluto. La segunda está en los trailers de la otra. Prefiero glucosa sincera que maquillada de falso "negrismo emo todo y post nada"…

  4. Lastie, sí, es bastante adecuada para niños, aunque tiene un giro guarrete-grotesco-siniestro ¿Inconveniente? Bueno, en realidad no lo es…

    Querido Ash, toda la razón. Tanta glucosa mata. Pero es que nosotros tenemos las arterias ya hechas polvo de tanta mierda que nos hemos metid… hostia, qué mal está quedando la frase. No, pero que la cosa es meterse en la espiral de gilipollancia y entonces se logra entender

    Caps "la Blancanieves buena"? JUAS, no sé si diría tanto como eso… Lo emo sucks a muerte, así que en realidad sí, por comparación, esta va a ser la buena. Munchometemo

  5. bueno, a ver, lo mismo la de Maribel nos sorpre

  6. Tienes toda la razón: igual no enseña las tetas

  7. puaj!*

    *como no las enseñe, paso de verla, que ya lo hizo con El fauno ese de los cojones y mira el truño que salió

  8. Irónico que una película de "director visionario" fuera la primera donde los voyeurs no pudieran deleitar la vista

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