Crítica de Blue Ruin
Si con Murder Party el nombre de Jeremy Saulnier no lograba en 2007 trascender los circuitos más minoritarios, podría ser que con Blue Ruin este joven realizador diera la campanada. Por lo pronto, su segunda película ya ha generado una recepción muy cálida por allá donde ha pasado, y lo cierto es que ahora ya dependerá únicamente de los designios de las distribuidoras. Porque lo cierto es que si nos ceñimos a los resultados artísticos lo de este chico es un auténtico triunfo en forma de puñetazo sobre la mesa. Un auténtico pelotazo al que se entra pero del que no se sale igual, un nuevo ejemplo de thriller de venganza (ese escurridizo género) planteado desde una gravedad y un rigor insólitos, casi como una nueva exploración de los rincones más apestosos del alma humana. Un cuento macabro en el que no cabe el oxigeno, que emprende un camino a la perdición que, tras los primeros minutos de metraje, ya tiene uno claro que no tendrá retorno: Dwight malvive en el interior de su destartalado coche desde que un tipo asesinó a sus padres. Al contrario que su hermana, no logró rehacer su vida y pasa los días sin vislumbrar una salida moral. La cosa se complica cuando Dwight se entera de que el asesino en cuestión ha sido absuelto y pronto volverá a la calle. Ante la incomprensión y la impotencia, Dwight toma la decisión de ajustar cuentas y acabar con la vida del asesino, lo cual de rebote puede desencadenar una espiral de venganzas por parte de la familia de este.
Y así es. Saulnier plantea una escalada destructiva en clave de suspense partiendo del principio de que la violencia sólo genera más violencia, porque -a diferencia de lo que nos tiene acostumbrados la convención cinematográfica- los actos siempre tienen consecuencias. Blue Ruin es una película de venganza, sí, pero a pesar de que puede parecer escorar en ocasiones hacia el exploit con raíces en los años setenta y hacia una aparente recreación por lo escabroso, sus planteamientos morales van más allá. Es esta una película pequeña sólo en apariencia, porque en el fondo de su alma guarda una hiriente reflexión entorno al crimen y al castigo, a la pena, la culpa y la redención. A la fragilidad del concepto de justicia, la falibilidad del sistema y la legitimación, o no, del hombre para administrar esa justicia por cuenta propia. Los que pueblan este universo decadente y deseperado son personajes que, como dice esa canción que suena en cierto momento, no conocen el arrepentimiento. Sólo saben ir hacia adelante en una operación kamikaze que terminará cuando sólo quede uno y que condensan en si mismos la futilidad primitiva de la violencia por la violencia, o de la destrucción por el rencor.
Saulnier construye su retrato sin concesiones, rueda de manera cortante mediante una realización depurada y despojada de artificios que cree en las imágenes que valen más que mil palabras, y se muestra no ajena a una potente carga atmosférica fundamentada en una fotografía herrumbrosa, casi poética. Un brillante aparato escénico construido a partir del choque de los tonos azulados con las tonalidades más cálidas del óxido, del metal y del bosque. La narración es durísima, muy seca y con arranques de una violencia brutal que contrastan con los momentos de tensión sostenida. No estamos ante una película atropellada, sino ante una historia planteada desde las esperas, los momentos de observación, la sensación de amenaza (tan cercana en ocasiones a Perros de paja) y una especie de incomodante melancolía subyacente a la tragedia de Dwight, que sabe que ya jamás nada volverá a ser como antes. Un tipo destruido al que desconectaron forzosamente de la realidad y que lo mira todo con una mezcla de perplejidad y rabia impotente, todo perfectamente mesurado por la interpretación de Macon Blair, el brillante colaborador habitual de Saulner. Una película, en fin, directa y despiadada que dentella y deja marcas, pero que también le pone a uno a zumbar el cerebro hasta bastante rato después de concluida.
7’5/10