Crítica de Borgman
Tras su exitoso paso por Cannes, Toronto y demás certámenes, no sin cierta polémica Borgman se ha llevado el premio a la mejor película en el recientemente concluido festival de Sitges. El motivo, según el jurado: darle bombo a una película que de lo contrario a duras penas conseguiría distribución a nivel comercial. Dicho de otro modo, no, no es la mejor película que ha pasado por esta edición del festival ni es la gran esperanza del cine de género. Es más, quienes la comparan con el magistral Canino de Lanthimos le rinden demasiada pleitesía al nuevo trabajo del, por otra parte, siempre interesante Alex van Warmerdam (que además, recogió en el pueblo costero catalán un reconocimiento a toda su carrera). De manera que igual que le conviene el premio para que alguna distribuidora se anime y compre sus derechos de distribución, no menos cierto es que poner los pies en el suelo puede sentarle divinamente a la propuesta holandesa, para evitar sorpresas amargas. Y eso que durante su primer arco, el hype parece estar más que justificado.
Porque muy en lo más alto arranca la película, con una introducción extraña, entre cómica y enfermiza, que atrapa al espectador hasta la última consecuencia: un rótulo, fundamental para saber de qué va a ir la cosa, da paso a una carrera por los bosques grotesca entre curas perseguidores y perseguidos andrajosos que viven en habitáculos bajo tierra. Uno de ellos va a parar a una casa desconocida, habitada por una familia de cuatro (padre, madre e hijos pequeños). Y en el momento en que consigue entrar en ella, mediante una excusa igualmente delirante, empieza a alterar el día a día del lugar. Todo plasmado con puntillosa proximidad y, sí, plausibilidad, de manera que Borgman entretiene y divierte, pero genera a la vez un poso de oscuridad creciente, motivado precisamente por el contraste entre lo totalmente mundano (la familia tiene los problemas que cualquiera en su situación podría experimentar) y lo extravagante de su amenazador punto de partida. En este sentido sí, muy Canino.
El problema está en el agotamiento de una fórmula que funciona perfectamente durante un buen tramo del metraje, pero asentada la polvareda, requiere de un cambio de rumbo que no tiene lugar. A medida que progresa, Borgman va poniendo en evidencia que no va a haber ningún otro dilema, ningún otro puzle que resolver más allá de averiguar qué demonios ha querido decir su primer arco. De este modo, tras ir varios pasos por delante del espectador va dilapidando su ventaja, hasta el punto en que el segundo lo avanza y, hablando en plata, el interés se tambalea. Van Warmerdam mantiene el pulso entre el hiperrealismo del marco (y del tratamiento en general) y el surrealismo de los acontecimientos, pero estos se van tornando meramente anecdóticos, aportando apenas algún que otro matiz nuevo al high concept que se trae entre manos desde la línea de salida. Y sabe a poco. Normal, visto lo visto, que el clímax final también acabe rayando a un nivel inferior a lo esperado, desaprovechado si se piensa en la condición en que llegan a él todos sus personajes principales.
Ojo, no pretendemos ser alarmistas. Lo decíamos al principio y lo confirmamos ahora: Borgman sigue siendo una película muy interesante. Notable por su buen gusto cinematográfico, fruto de un cineasta que sabe perfectamente lo que se hace: Van Warmerdam le otorga a su última propuesta un estilo impecable, hace de ella una película extrañamente cercana, palpable, a la vez que elegante y con gran personalidad. Y notable por constituir, en general, una propuesta fresca y original, moderadamente rompedora y capaz de proponer un juego en el que tiene en jaque a su público durante muchos minutos. Pero cuidado con elevar demasiado las expectativas, que una cinta que va de más a menos puede atragantársele a más de uno… y la frontera con el olvido le queda algo más cerca de lo deseado.
7/10