Crítica de El callejón de las almas perdidas
Pese a que haya propuestas mucho más lógicas con que comparar El callejón de las almas perdidas (por ejemplo: la anterior película del director, el callejón original de los años 40… o incluso una película de Tim Burton al azar), no es descabellado realizar un paralelismo entre ella y la Balada triste de trompeta de Álex de la Iglesia. Argumentalmente parece que no haya mucho en común: en la que nos ocupa seguimos a un buscavidas que encuentra un filón en la lectura de mentes, haciendo acopio de los mejores trucos que aprende en un circo ambulante, por un lado, y de acceso a información privilegiada (y de dudosa proveniencia) por el otro. Y una pasa en los EEUU de los años 30, y la otra en la España de los 70. Pero aquí ya empezamos a ver un nexo de unión, más allá de la presencia de circos en sendos filmes: tanto Guillermo del Toro como De la Iglesia se ubican en periodos muy marcados en las historias recientes de los respectivos países, y componen una recreación de tales épocas desde una perspectiva en las antípodas de los habituales dramas cinematográficos (donde imperan lo realista y lo social). Son películas arriesgadas, sin un público definido y, por tanto, suponen un reto para la mayoría. Y además, un salto en adelante en ambición por parte de los dos cineastas.
El callejón de las almas perdidas es la película más madura de Del Toro hasta la fecha. Quizá la mejor. Si cuando se estrenó Balada triste de trompeta dio la sensación de que De la Iglesia exigiera un reconocimiento definitivo y mayoritario, la que nos ocupa cuenta con suficientes valores como para hacer lo propio con el de La forma del agua (película de miras mucho menores en comparación). No es casual que, en su día, Tarantino pusiera la española en lo más alto de sus películas favoritas; y que ahora sea todo un Martin Scorsese quien no se canse de recomendar el visionado de la del mexicano.
Clave del éxito: el director centra su interés en cuestiones terrenales, sin abandonar nunca su particular percepción de la realidad (como hiciera en la inacabada -por ahora- trilogía sobre la Guerra Civil) pero esta vez desprendiéndose del componente fantástico, más allá de la fachada de la que se sirve el protagonista para ganarse la vida. Lo que consigue es dar forma a un thriller dramático, mucho más sobrio que de costumbre, de timadores y timados en épocas de la Gran Depresión americana. Un marco que es fundamental, al hacer de protagonista pasivo que influye y de qué manera en todo personaje que pulula por pantalla (vuelta a los paralelismos: lo mismo ocurría con Areces y compañía, y los últimos ramalazos del franquismo). Los oscurece, los tiñe de decepción y pobreza en todos los sentidos. Hasta un personaje de naturaleza relucientemente bondadosa como es el de Rooney Mara, entra y sale de las fauces de la maldad.
Tiene sentido, pues, que toda la película cuente con un filtro de negrura. Que durante la mayor parte de su primer acto, a duras penas se le vea el rostro a Bradley Cooper, casi siempre sumido en sombras. Y que, aunque más adelante entre algo de luz, se siga percibiendo una sensación de aire viciado, de podredumbre soterrada. Caso del personaje de la magistral Cate Blanchett, cuya rectitud de valores se pone en tela de juicio a las primeras de cambio; cuyos suntuosos movimientos son teatrales en exceso, tan impostados como impostadas demuestran ser, ya digo que al cabo de nada, sus teóricas intenciones al conocer al protagonista. Todo ello da forma a un inesperado noir en las antípodas del cine resultadista de la filmografía del de Blade II. En palabras de Scorsese, de hecho, estamos ante el noir más puro de los últimos años porque esa etiqueta no se le da al apartado formal, sino al contenido, a la esencia. A lo que se respira.
No podía ser en lo formal porque, claro, aquí los moldes clásicos del lenguaje se ven manoseados por el siempre voluntarioso estilo del mexicano. El callejón de las almas perdidas es un nuevo tour de force de su barroca forma de entender el cine, un esfuerzo constante por generar en cada pasaje algún detalle para el recuerdo. Igual que De la Iglesia hizo de aquélla su obra formalmente más compleja y completa, Del Toro orquesta aquí un espectáculo maduro y razonado con puntillosidad, aun acorde con su marca de la casa, tendiente al exabrupto. Y la verdad, lo que se desprende es un amor puro por el séptimo arte. Si me estoy obcecando tanto por comparar a ambos directores, es porque da un gusto inmenso dar con cineastas que lo llevan en la sangre, y sus nombres son dos de los mejores exponentes recientes.
Vaya, que el salto de Guillermo del Toro es aquí de gigante puesto que no esconde su personalidad formal, pero se muestra mucho más contenido que de costumbre, dejando brochazos de exceso tan sólo para ocasiones con mucha razón de ser. Pero aun así no consigue ser dueño absoluto de la función.
Me guardo la última comparación entre ambas películas para el final porque en ambos casos ocurre algo parecido: pese a que el esfuerzo se aprecie en cada plano, pese a su innumerable cantidad de detalles bellos, preciosos e incluso exquisitos. Pese a lo bien que funcionan muchas de sus piezas y sus vibrantes almas, sendas películas parecen escurrírseles entre los dedos a sus responsables. En el caso de El callejón de las almas perdidas, por vía de una propuesta descompensada con una introducción terriblemente larga, y por unas costuras que empiezan a notarse antes de que se llegue al clímax. De modo que por mucho golpe de efecto que haya (sea en forma de guion o de un reparto en el que no dejan de aparecer rostros conocidos), la conexión entre pantalla y público no acaba de funcionar. Esto, en 150 minutazos que dura, se puede tornar en una losa de peso desmesurado.
Una pena porque, demonios, la película mola por muchos motivos, siendo el primero de ellos el amor abierto que profesa por el cine en general. Por eso, el sabor agridulce que nos acabamos llevando a la boca duele mucho más que en otras ocasiones en que nos hubiera dado todo igual. Con todo, una propuesta estimulante como pocas y la confirmación de que Dios existe y se llama Cate Blanchett: cada segundo suyo en pantalla es oro.
Trailer de El callejón de las almas perdidas
El callejón de las almas perdidas: el cine como expresión artística
Por qué ver El callejón de las almas perdidas
Guillermo del Toro presenta su película más ambiciosa y, acaso, mejor de su filmografía: un noir con el habitual ímpetu cinematográfico del director, en la que sigue demostrando carencias pero también muchas, y muy válidas, virtudes. De hecho, sus carencias hacen que no podamos hablar de la película del año y es una pena, porque no será por falta de méritos.