Crítica de La camarera Lynn
Hete aquí una de esas películas que sin hacer ruido alguno, acaban implementándose en el recuerdo del espectador. Hete aquí, por tanto, un éxito cinematográfico, entiendo como tal todo lo que vaya más allá del puro beneficio económico. Para su tercera película como realizador de largos (y la primera que nos llegue, si no me equivoco) Ingo Haeb ha querido trabajar a fondo en un único personaje. Todos los esfuerzos a todos los niveles se han centrado en él y, claro, el resultado ha sido notable. La camarera Lynn es, por tanto, la historia de una chica en un punto determinado (brevísimo). Se agarra el rollo entero de su vida, se seleccionan cuatro fotogramas, y se montan. Ya está: hay un pasado fundamental para entender lo que se ve en pantalla, pero excavar en él será cosa del espectador. Y hay un futuro en el que influyen esos cuatro fotogramas, pero tampoco se nos explicará; a lo sumo, se nos dan cuatro piezas y el puzle lo acabamos en casa. Por supuesto, la gran baza del film pasa por un guion lo suficientemente acertado como para que el margen de error sea mínimo. Y es que el verdadero logro de La camarera Lynn pasa por ser una de esas propuestas parcas, mínimas, silenciosas… pero suficientes para contar mucho, muchísimo.
Interpretada con brillantez por Vicky Krieps, Lynn se encarga de la limpieza de un hotel. Su vida laboral es por tanto una monotonía infinita, que empeora con el carácter obsesivo que poco a poco se le va descubriendo. Cuando no está en el trabajo, se va a casa, donde vive sola. Y a veces debe emprender un largo y melancólico viaje en tren para ir a ver a su madre, con quien mantiene una relación gélida, presumiblemente desde siempre. La supuesta válvula de escape consiste en escarceos con el gerente del hotel, que no la satisfacen en absoluto, por lo que en verdad como más disfruta es metiéndose en la piel de los clientes del hotel. Primero, espiando en sus cosas, probándose su ropa, y metiéndose debajo de sus camas. Ahí, Lynn esboza lo que podría ser una sonrisa. Máxime, cuando da con una persona que le revuelve por dentro (lejos de lo que hacen otros medios, optaremos por no desvelar nada más). La camarera Lynn consiste en un seguimiento total a este personaje, violamos su intimidad de la misma manera que ella lo hace con sus clientes, sin apartar la mirada incluso cuando sería lo más pudoroso. No, Haeb nos introduce en su vida hasta la última consecuencia y por ello, apuesta por un realismo constante, explícito. Arriesgado papel, el de Krieps, por exponerla tanto por dentro como por fuera. Pero es que quedarse a medias tintas no hubiera tenido sentido.
Es tal el acercamiento a su vida que no sólo nos metemos en la cama con ella, no sólo parece que participemos de sus escarceos amorosos; es que llegamos a introducirnos también en su subconsciente en alguna que otra ocasión. Y para que lo que importe sea la protagonista principal y solamente ella, Haeb apuesta por una dirección de largos planos y mayores silencios. De fotografía desangelada aun en la pomposidad del hotel. Lynn es silenciosa, y por tanto la película también lo es, consiguiendo desprender las mismas sensaciones por las que se supone que pasa el personaje. Y no pasan sólo por la monotonía y el hastío. Desde una total consecuencia consigo misma, pasa de la monotonía a la excitación, de la apatía al nerviosismo, conforme ella va arriesgando más en su perfil de espía. Conforme su vida adquiere algo de sentido, esperanza cuanto menos.
Infinidad de detalles deliciosos (el susurro al oído de la madre, la total naturalidad de alguna de sus escenas, las miradas, la escena en la bañera) ponen la guinda a una película pequeñita, invisible seguramente a ojos de muchos, pero de lo más recomendable para quien no se conforme con un cubo de palomitas. La camarera Lynn es, a su extrañísima manera, un entrañable canto a la vida, de mensaje esperanzador y, por qué no, de liberación personal. En fin, que vale la pena el esfuerzo.
Trailer de La camarera Lynn
Reseña de La camarera Lynn
En pocas palabras
Película cargada de detalles sutiles, pequeñitos, pero que la hacen crecer hasta convertirse en un precioso canto a la vida, un mensaje la mar de majo y, en definitiva, uno de esos títulos que pasan desapercibidos pero satisfacen plenamente a quien los pesca.