Crítica de Camille Claudel, 1915
A pesar de que en apariencia cambie la metodología expositiva, Bruno Dumont sabe cómo dejarnos pensando hasta su próxima película. Siempre lo hace. Y cuando digo pensando lo digo por no sobredramatizar y hablar de las heridas que el director de La vida de Jesús nos abre a cada título: yo sigo sufriendo, cuando pienso en ella, Hors Satan. Y eso, no es país para pusilánimes, sólo puede ser bueno en un contexto tan saturado de propuestas templadas y medias tintas fílmicas. Él no es el primer ni el último hombre que nos agita con sus películas pero, a día de hoy, es uno de los mejores. Y eso le permite hacer lo que comentaba ahí arriba: dar un pequeño giro estilístico aparente y rebajar los términos para, en realidad, no diferir mucho en las conclusiones. Camille Claudel, 1915 parece más relajada en el tono que de costumbre (apenas hay violencia directa aquí), aunque recurre a algunos de sus temas habituales, a su propio universo: incomprensión, soledad, religión y la pervivencia del yo, la significación de la persona en una sociedad deshumanizada. O sea que podemos estar tranquilos.
Dumont toma la figura de Claudel, la transmuta en Juliette Binoche y traza una biografía elusiva entorno a la escultora conscientemente alejada del biopic tradicional. Sólo unos rótulos al principio y al final de la película nos ponen en contexto y nos sitúan al personaje y la acción: la artista sufrió un fuerte revés emocional tras su relación con Auguste Rodin y su familia decidió internarla en un centro psiquiátrico, el Asilo de Montdevergues. Muchos años después moriría en ese mismo lugar sin que nada hubiera cambiado demasiado. El paroxismo de la filosofía Barksdale: ahí sólo estás dos días, el día que entras y el día que sales. Sin embargo Dumont centra su mirada en unos pocos días de entre las décadas que dura la reclusión, una opción conscientemente minimalista que ignora las reglas preestablecidas. Esto no es un relato convencional como el que podía ofrecer la película de Bruno Nuytten (la Camille Claudel de 1988). Sino que más bien el realizador se queda en los márgenes de los acontecimientos, casi en la intrahistoria. Ignora conscientemente el relato directo de los hechos, mucho más susceptibles de dramatización cinematográfica, que condujeron a la artista al encierro. Prefiere que no sean tanto los datos biográficos los que se expliquen de manera directa como que lo hagan de manera alusiva sus consecuencias. Señal inequívocamente autoral, decisión delicada, muestra de respeto y reto, todo al mismo tiempo.
Porque esto va de otra cosa. La figura de Claudel es el principal foco de atención, pero los temas tratados van más allá de su simple persona. Porque esta representa, como recipiente, el rechazo social, la incomprensión, y genera a su alrededor una serie de reflexiones ligadas a las posibles relaciones entre locura y creación, entre el proceso artístico y la esquizofrenia. Y también entorno a la confusión entre curación y simple anulación de la persona. O cataliza, con ayuda del personaje de Paul, el hermano poeta y católico de Camille, la lucha entre la fe y la pérdida de la misma, planteando esa profunda duda relacionada con la clausura: ¿es la privación del contacto social una manera de acercarse más a Cristo o quizá todo lo contrario, una forma de mantener a las criaturas descarriadas aisladas del hecho religioso? En realidad no importa, porque Claudel no deja de ser una víctima de su sociedad, un elemento molesto que ha sido marginado a la compañía de otro puñado de seres rechazados. Su reclusión parece opuesta a la que nos mostraba, en una operación formal similar, el Alain Cavalier de Thérèse. Aquí Dumont apuesta por la violencia del choque y busca en el espectador una tremenda desazón, un sentimiento de culpa por el rechazo primero que crean criaturas tan aparentemente desdichadas. La gran mayoría de pacientes ingresadas en este asilo son enfermas reales.
Podría surgir la duda, ya que la cámara acomete de frente los rostros y los deja indefensos frente al foco, no sólo el de Binoche, sino también los de las secundarias, enfermas. ¿Pornografía sentimental? ¿Falta de pudor? Según se mire. Pero el despojo formal es tan radical que caben pocas dudas entorno a una posible espectacularización emotiva. El trabajo de Dumont es sincero y directo y, en el fondo, no está tan enfocado en recrearse en la enfermedad como en fijarse en su personaje principal. Una Juliette Binoche que, una vez más y más que nunca, se expone. Lo suyo no es un oficio, es una vivencia, no un tránsito sino una inmersión total en el personaje en la que parece que nunca vaya a haber un mañana. La actriz conecta milimétricamente con el ascetismo expositivo del realizador y con la violencia subyacente en sus imágenes: si sus expresiones son de silencio y dolor interno, en realidad dejan entrever la turbulencia de la relación pretérita con Rodin; si sus palabras parecen ahogadas, en el fondo está transmitiendo la crispación de la paranoia y la manía persecutoria (justificada o no) sufrida por la escultora. En su rostro y sus arrugas se adivina la tensión, más que en gestos vistosos o palabras altisonantes.
Y puesto que el realizador lo sabe y lo cultiva, cuida los elementos escénicos con el imprescindible mimo: al fin y al cabo habla de una artista, de una persona que trabajaba la piedra para encontrar escapes más allá de la propia textura, volumen y peso de la materia prima. Pero las paredes del asilo aparecen sin vida, opuestas a cualquier sentido artístico. Y según los rueda Dumont mediante su habitual fotografía fría, acerada, los exteriores no son más que una extensión de los interiores, una simple proyección de la clausura, una prolongación del vacío y una ilusión poco fiable de la libertad: en las imágenes yace una austeridad muy bressoniana que, sin embargo y a diferencia de aquel, no encuentra posibles escapes. Si Camille Claudel, 1915 transcurriera en el siglo XXI, la protagonista andaría todo el día atiborrada de Xanax. En la primera mitad del siglo XX parece suficiente con un manicomio frío, oscuro, incubadora de una desdicha que pesa como una losa y mina la humanidad de todos los que no habían caído aún en el pozo de la desconexión. Todo esto ocurre en una película que no habla sobre la soledad sino que es la soledad, triste y oscura, que no hace amigos y resulta casi antipática en su demanda de esfuerzos al espectador. Pero sucumbir a la pereza sería un error ante una obra maestra de semejante intensidad y calado.
8’5/10
Oh! que buena pinta! Un personaje fascinante interpretado por una atriz fascinante.
Reconozco que fui muy muy fan de la Camille Claudel de Isablle Adjani, la vi unas cuantas veces en su dia… era joven, you know!
Asi que muchas ganas… a ver si la pillo aqui!!
besines!