Crítica de Casa de tolerancia (L’Apollonide)
París. Entre finales del siglo XIX y principios del XX. Una casa de tolerancia (cuyo parecido con un prostíbulo es “mera coincidencia”, según dicen) enciende cada noche su fanal tintado de rojo, marcando de este modo la apertura de sus puertas a los clientes. Ellos entran siempre que les apetece; las mujeres que trabajan en el lugar, no salen de él. Hacen vida ahí, mantenidas/retenidas por una madame que hace valer las deudas que acumulan las chicas por (precisamente) vivir en la casa, para que ni se planteen cambiar de vida. Y como ellas está el espectador, aprisionado entre esas cuatro paredes en todo momento, compartiendo su día a día y sumergiéndose en sus relaciones, disfrutando de sus momentos de felicidad y viviendo sus apoyos mutuos cuando vienen mal dadas. Y sintiendo, sobre todo, una angustia continua mientras los clientes vienen, van, vuelven, descubren sus fetiches, y las mujeres repiten cada día los mismos mohines, los mismos gestos. Mostrando ligereza y felicidad mientras algo en el ambiente se va enrareciendo: la monotonía no tarda en hacerse insoportable tanto dentro como fuera de la pantalla, y cualquier chispa es suficiente para desatar infiernos interiores a sabiendas de que difícilmente podrán ser liberados. Todo esto Bertrand Bonello lo sabe muy bien, y por eso nos pone a prueba desde un primer momento, con un montaje extraño, unos títulos iniciales inesperados, y un acontecimiento que hiela la sangre cuando aún nos estamos aclimatando. Ojo, que Casa de tolerancia tiene mucha tela que cortar.
Lo que queda claro es que, si bien en esencia esto vaya de la vida dentro de un local determinado, con su correspondiente retrato histórico-social, la intención es hacer sufrir al espectador. La cinta de Bonello se descubre monótona, tan repetitiva que en ocasiones se duda de si se está viendo una escena repetida o se trata por el contrario de una nueva. No tarda en dejar clara su voluntad de adoptar un ritmo tan lento como para parecer que el tiempo no avanza. Quiere hablar de temas muy concretos y conjugarlos con sentimientos, pasajes oníricos, sueños, pesadillas y esperanzas; por eso (y todo lo anterior, vamos) parece desfragmentarse en un puzle de piezas que necesitan de más de una intentona para colocarse correctamente. Y además, desubica mediante una banda sonora y determinados jugueteos tales como pantalla divida, puntuales movimientos de cámara o algunos pasajes francamente grotescos, que la acercarían a una película más actual y de un género distinto (o de otra directora: Coppola hizo algo parecido con María Antonieta). ¿Capricho del director? ¿Voluntad por acercar un discurso de hace más de un siglo a nuestros días?
Ciertamente, los mensajes que va lanzando Casa de tolerancia son totalmente extrapolables a nuestros días. Conforme pasan los minutos, el espectador, encerrado cual pesadilla de Buñuel, va haciéndose con las mujeres que le rodean, descubriendo su humanidad al tiempo que se animaliza la sociedad de la calle. Hasta llegar al punto en que, oliendo ya el humo de tabaco impregnado en las moquetas de la casa, sintiendo el calor de su madera y con la vista acostumbrada a la penumbra nocturna del salón principal, desprecia todo lo que no pertenezca al pequeño ecosistema capitaneado por la madame. Y una vez más, Bonello sabe perfectamente dónde nos tiene. Por eso permite que el drama serpentee entre nuestros pies hasta enrollarse de manera natural, sin necesidad de aplicar un ápice de esfuerzo en ello. Por eso lo sentimos tan vívido pese a no tener del todo claro quiénes son los principales perjudicados del drama. Porque, claro, los perjudicados lo somos todos por igual: la familia a la que ya estamos irremediablemente encadenados.
Un final absolutamente demoledor, pese a no salirse ni por un momento de la estricta sobriedad que impera durante todo el metraje, confirma lo que se ha venido cociendo a lo largo de las dos horas precedentes: Casa de tolerancia es una película que te desarma, te agarra por el tobillo y te zarandea con vigor sin que acabes de saber del todo bien qué ha ocurrido. Te deja con el corazón encogido, con mucho en que pensar (impagable su epílogo, por si no bastara con la última muestra de hipocresía y egoísmo de -cierta- sociedad). Y además lo hace con unas interpretaciones excelentes y un preciosismo formal que la acerca a los lienzos de Delacroix o Manet. En definitiva, una película del gusto de pocos, pero francamente redonda.
8/10