Crítica de Chappie
Poco a poco se va desinflando la cosa. Quien parecía que iba a ser uno de los nombre clave para la ciencia ficción de cara al inicio del siglo XXI paulatinamente se va revelando como un lamentable bluff. Ya, nos gusta poner etiquetas precipitadas y a veces las cosas terminan tomando derroteros distintos, pero es que lo que ha hecho Neill Blomkamp en sólo tres películas desalienta a cualquiera. A saber: un corto que disparó, para bien, las alarmas; un debut largo, District 9, que convenció a casi todo el mundo, por lo menos en aquel momento; un retorno dudoso, Elysium, que para su estreno ya nos hizo levantar alguna ceja y con el tiempo se terminó destapando como un ejercicio timorato de reciclaje con ínfulas; y ahora una tercera película que, directamente y sin necesidad de perspectiva, se presenta sin muchos matices como lo que de verdad es: un espectáculo hinchado y pretencioso, a casi todos los niveles fallido. Chappie es, digámoslo ya, un estomagante blockbuster que se pretende algo más y mejor pero que termina en intento absurdo de establecer unas bases autorales sin renunciar a las concesiones al gran público. Ni lo uno ni lo otro: hay algo de señas de autor -si es que Blomkamp lo es-, como esa querencia por la distopía, ese conato de examen social (aquí en una especie de indagación del avance tecnológico brutal en una sociedad tan económicamente desequilibrada como la sudafricana) y el estudio del impacto de nuevas formas de existencia física sobre el cuerpo humano. Pero que no se engañe, en ningún momento la película logra arrojar nuevas conclusiones al respecto, ni tampoco una visión fresca y única.
Y por otro lado como espectáculo Chappie es demasiado incómodo, demasiado disperso y excesivamente caótico. En resultados escénicos pero, especialmente, en propuestas temáticas. Y ahí va su principal problema. El director no sabe exactamente qué película quiere -más allá de un producto cool que pueda gustar al público joven menos exigente de 2015- y en ningún momento reúne la puntería necesaria para encauzarlo todo en una u otra dirección. De modo que la cosa pronto resulta en una mezcla indigesta que no encuentra su tono, que no sabe si quiere ser una actualización del espíritu Amblin o una violenta película de ciencia ficción hostil, una reflexión filosófica o un blockbuster sin cerebro: Chappie es un robot policía reseteado tras un altercado, su creador le implanta furtivamente un nuevo chip de inteligencia artificial, el robot es secuestrado por una panda de malotes que le enseñan a ser igual de malote, el creador pretende sacarlo del lado oscuro, ensalada de toñas entre los malotes, otros malotes y el antagonista del creador, que es el más malote de todos. Es decir, que los criterios generales parecen familiares, en la línea de un Cortocircuito tuneado, pero la violencia es demasiado intensa -hay alguna pincelada de gore incluso- y el espíritu se acerca más al de Robocop, algún que otro fusilamiento estético a la obra maestra de Verhoeven incluido. Buenos sentimientos y ciberpunks (de baratillo). Terroristas sangrientos y reflexiones pseudo-intelectuales. Nada casa, todo chirría.
Y nada resulta profundo ni revelador: ni las preguntas que lanza entorno a la educación, al fin de la inocencia, a la manipulación de los jóvenes, arrojan reflexiones nutritivas ni, desde luego, lo hacen las connotaciones religiosas que plantean. Resulta un tanto vergonzosa, por naíf, la aproximación que hace Blomkamp a ciertos conceptos relacionados tradicionalmente con las ficciones sobre máquinas que razonan y sienten: los términos alma y conciencia van apareciendo a lo largo del metraje, pero no suponen más que un recurso vacío, casi meramente estético, incrustados en un racimo de diálogos bastante bobos. Todo ello contribuye a acrecentar una sensación de que, en realidad, estamos ante una película más idiota de lo que quiere creerse y bastante más llena de absurdidades de lo que podría aspirar. En esencia, el guión está lleno de préstamos ajenos, de patilladas diversas y se articula a partir de hechos mucho más oportunamente convenientes que lógicos y coherentes. Plantea unos personajes faltos de interés y desprovistos de matiz y sutileza, capitaneados por un protagonista más bien irritante, captura de movimiento y voz cortesía del tampoco muy simpaticote Sharlto Copley. Un cabeza de cartel a quien secundan un Hugh Jackman plano y hortera, una Sigourney Weaver desaprovechada, un Dev Patel que cumple lo justo y unos Die Antwoord (sí, el combo de technorap-cutrepunk) que han visto en esto -llámalos idiotas- la mejor oportunidad de autopromoción con su videoclip más caro hasta la fecha.
Histérica y ruidosa, Chappie es en fin un auténtico festival del melodrama de pacotilla, la acción con pretensiones y la comedia monguer, que esconde su vacío bajo toneladas de hierros enmarañados y malogra el nombre o el buen hacer de algunos de los implicados en el asunto que, hay que reconocerlo, cumplen con creces: los responsables de efectos digitales se han ganado el pan de sobra y Hans Zimmer compone una banda sonora algo burda, sí, pero francamente eficaz. Destellos de buen hacer en un global insuficiente. Porque todo lo demás nos pide a gritos juegos de palabras relacionados con la ausencia de inteligencia, artificial o no, con las cantidades de chatarra reciclada, con lo que ocurriría si Johhny 5 levantara la cabeza, todo eso. Me abstendré de caer en ello. Me limitaré a decir que Chappie es un sonoro fail que, mucho me temo, nos va a poner a todos a temblar de cara a la nueva entrega de la saga Alien que, dicen, va a dirigir el señor Blomkamp. Ay.
3’5/10