Crítica de Cherry, de Nico Walker (Random House)
La secuencia de los hechos en el relato de la vida de Nico Walker va, más o menos, como sigue: nacido en Cleveland y criado en un ambiente, digamos, tranquilo, a los 19 se alista en el ejército y ahí se enrola en la unidad médica donde, literalmente, ve de todo. De vuelta de su garbeo por el averno, unos meses más tarde, desarrolla el previsible síndrome de estrés post traumático, que lo conduce al agujero de la heroína. Incapaz de sustentar su propia adicción se pone a robar bancos de manera más o menos habitual y termina con sus huesos en la cárcel, donde empieza a escribir Cherry, una ficción semi-autobiográfica que narra, con ciertas licencias, estos mismos hechos que acabo de resumir. Y ya se sabe que la prisión es un lugar jodidísimo, pero que de entre todo el barro y la mugre que lo pavimentan en ocasiones ha aparecido alguna que otra trufa. Que se lo digan si no a Jack Abbott, a Edward Bunker o a Malcolm Braly, cuyos días a la sombra propiciaron algunos de los textos más descarnados de la literatura norteamericana de cuneta.
A diferencia de esos casos, el grueso del texto con el que debutaba Walker no transcurre en la cárcel. O no en una como tal. Sino en la guerra. En Irak, en el frente, en el que posiblemente es el lugar más infernal sobre la Tierra. Ese lugar donde la camaradería y el desmadre postadolescente conviven con la posibilidad de ver desparramadas las tripas de tu colega sobre tu regazo en un abrir y cerrar de ojos. El de Walker no es un relato bonito, desde luego. Tampoco un simple cuento de horror bélico. Al contrario, es una novela cotidiana (en un lugar donde lo cotidiano es que puedan volar por los aires convertido en una nube rosa) de mirada eléctrica, nada melodramática y cero complaciente. Sabia, a su manera, pero no vetusta. Lista como un zorro, como uno que ha convivido día a día con la masacre y ha salido de ahí más listo aún, pero infinitamente más tocado.
Porque eso es lo que ofrece la segunda mitad de Cherry. La historia de reinserción del veinteañero veterano de guerra en un mundo ordinario (sale mal). La vuelta del protagonista a esa realidad que ya le supera refuerza su vocación autodestructiva, funciona como reflejo realista para lo que en realidad es una mentira institucional (el heroísmo de los “guerreros”) y muestra la auténtica realidad que aguarda a los soldados: la incapacidad para mantener relaciones sentimentales sanas, la precariedad cotidiana, la inoperancia social y la caída en la adicción, todo marcado por ese síndrome de estrés postraumático inevitable. Esa lógica de mandar a tomar por culo a un sistema que bajo promesas gloriosas también los mandó a tomar por culo a ellos.
Cherry es un libro duro, sí, surcado por una prosa precisa y certera, con un músculo que garantiza una lectura veloz, en permanente cascada, imparable. Pero bajo su aparente nihilismo bulle una fuerza literaria y vital descomunal: por cada frase o pasaje escupido desde la rabia o la autodestrucción hay casi otro juicioso, doloroso, profundo y emocionalmente noqueante.
Cherry: Las consecuencias de (volver de) la guerra
Por qué leer Cherry
La vida del exsoldado, ladrón de bancos y escritor Nico Walker “da para libro”. Y efectivamente su debut, Cherry, es una novela poderosa e hiriente, una crónica yonqui de la guerra y toda la ruina que viene después