Crítica de Child of God
A lo mejor es que fue poseído por un extraño súcubo literario al meterse en los zapatos de Allen Ginsberg en Howl, quizá es que ha querido amortizar su doctorado en filología (inglesa, pero la semilla de la inquietud literaria yanki estaría ahí metida) o puede que el tipo sea simplemente un caprichoso niño de papá con ínfulas intelectualoides. Pero por lo visto a James Franco le ha picado la chinche de no sólo autosignificarse como director, actividad que lleva desempeñando desde hace casi dos lustros, sino de conectar con sus inquietudes tras las cámaras una especie de voluntad de reivindicar algunos de los mayores y mejores escritores de la literatura norteamericana del siglo XX. No es que lo necesitaran, claro, que no serán menos geniales por haber conocido menos adaptaciones a la gran pantalla, pero ahí está el señor Franco, empeñado en hacer gran cine de esas grandes obras, ya universales o de esas vidas ejemplares. De modo que a la traslación cinética del Mientras agonizo de Faulkner (As I Lie Dying) le ha seguido esta imaginación de Hijo de Dios, una de las novelas capitales del primer Cormac McCarthy. Luego vendrán, agárrense, El ruido y la furia y un poco más adelante Bukowski, biopic del autor de La senda del perdedor. Y, en fin, los amantes de la literatura norteamericana más o menos de cuneta no podemos sino sentirnos perplejos. Si no asustados.
Pero sin pasarnos. Franco ha demostrado tener talento, inventiva y ganas tras la cámara, y no se ha conformado con convertir su salto (lo dio en 2005 con una rutinaria película con un mono) en una experiencia tramitaria: Interior. Leather Bar es más un experimento que una película de ficción. Y la misma As I Lie Dying, formalmente arriesgada, resultaba lo suficientemente atractiva como para captarnos la atención y dejarnos muy satisfechos, por lo menos la primera vez. Así que el problema no es tanto su capacidad como el material literario del que parte, y no tanto su pericia escénica y narrativa como, simplemente, su experiencia vital. Los referentes son obviamente insondables e irreprochables, pero cabe preguntarse si sus puntos de vista ya están suficientemente maduros como para acometer semejantes empresas, como para convertir sus adaptaciones en algo más que simples puestas en imágenes. Al fin y al cabo no debería importarnos tanto la fidelidad superficial (de las acciones) al texto como sus capacidades profundas y su aprehensión simbólica (de los mensajes). Es el eterno dilema. ¿Qué sentido tiene repetir algo al pie de la letra cuando el impacto ya ha sido marcado en su momento por el modelo? Y si bien es cierto que Hijo de Dios es en extensión poco más que una nouvelle, que no contiene las cotas de profundidad de por ejemplo Trópico de sangre, y que además está aparentemente sujeta a los términos del materialismo, hoy sí podríamos haber esperado algo más revulsivo en el intento de Franco.
Así que en esencia y en apariencia, estamos ante una adaptación innegablemente fiel. La historia del cobarde Lester Ballard, hombre muerto andante y chiflado asocial en una América ácrata que ha decidido repudiarlo es casi la misma que la que planteó el viejo Cormac. Franco aprehende sus formas apocalípticas y repite sus personajes y situaciones hasta casi el final del relato en un esmerado fresco encuadrado en la pestilencia del gótico americano. Child of God es sucia, directa e ilustra lo que allá ya era plenamente vívido: la rutina de ese salvaje que come, caza, folla como un animal y sigue Dios sabe qué sistema de reglas que se entrevén ordenadas en virtud de algún remoto principio divino medio olvidado. Lester Ballard es esa figura tan presente en la literatura norteamericana, el tipo emocionalmente incapacitado que asume las formas simbólicas de una sociedad que no sabe comunicarse, que sólo sabe matar y violar pero que probablemente terminará muriendo a hierro. Todo ello en una especie de drama campestre con un fuerte aroma a thriller rural desesperado movido por las actividades criminales de su protagonista: Ballard asesina, Ballard caza, Ballard come, Ballard viola y se convierte en inevitable forajido, pasto de la turba.
Banda sonora de rudimentario bluegrass. Caminos polvorientos que se convierten al rocío en senderos embarrados. Caravanas de coches herrumbrosos en los que alguien se entretiene siempre tocando un banjo. Fuego, y piedra, y cielos sin luna, y conejos desollados. Esforzada adaptación, en fin, que tiene su principal bastión en la figura del actor Scott Haze, arrollador protagonista casi absoluto en una interpretación sincera y bruta. El problema es que a pesar de funcionar en un plano narrativo, a pesar de que el realizador toma para si, e incluso recita al pie de la letra, algunas de líneas del texto de referencia, el resultado es un tanto rutinario y casi nunca añade un plus de fuerza o lirismo a lo ya leído o a lo ya visto en otras películas de temática y objetivos similares. Child of God tiene suciedad y asfixia, pero va un tanto falta de nervio, inventiva, desafío y auténtico peligro. Sí, a menos que la cosa vaya a más y le dé por intentar adaptar al David Foster Wallace de La broma infinita, James Franco está empezando a posicionarse como un director joven al que tener en cuenta. Pero lo difícil viene ahora: ya veremos si entre tantas aspiraciones elevadas logra encontrar una voz propia.
6’5/10