Crítica de La chispa de la vida
No parece, todo lo contrario, que una filosofía de la depuración, la sofisticación de un discurso sea una de las prioridades de Álex De La Iglesia. Es más, a lo largo de su carrera el director ha hecho del despeine, del grumo, de lo abrupto casi un arte, una razón de ser. Siempre ha dado pábulo a la urgencia del discurso apresurado, vivo, mutante, en detrimento del estatismo hiératico de quien tiene las cosas demasiado claras. En otras palabras, el realizador siempre ha hecho de lo irregular su principal bandera y atractivo, dando como fruto una carrera, eso, tan cambiante como imprevisible. Una oda a la imperfección y, con ello, a la carnalidad y la visceralidad.
Y nos ha usado al resto del mundo, espectadores de sus películas, como la pared de pelota vasca sobre la que fusilar con sus proyectiles cargados sus filias, referentes, experiencias y demás. En suma, su manera de entender el cine y el espectáculo a partir de un ideario personal o adoptado que batiburrilla el blockbuster americano con un espíritu Azcona, la enseñanzas hitchcockianas con el humor sello Bruguera y la comedia Ealing con el thriller de Brian de Palma.
Un cineasta tan salvaje en su concepto de autoría (cercano quizá al de Tarantino) que ha sido capaz de convertir cualquier tipo de falla reprochada en incuestionable virtud ganada a hostias y que llegaba, con Balada triste de trompeta, su último obús, al paroxismo de su propia tesis y del desarrollo y crecimiento de su ideario.
Así que, teniendo en cuenta que De La Iglesia podría ser ideológica y técnicamente nuestro director más total, es injusto apocaliptizar su filosofía y empezar a barajar la hipótesis según la cual, a raíz de La chispa de la vida y la algo apolillada Los crímenes de Oxford (antepenúltima su referencia), el hombre se ha quedado seco. Ha perdido punch. Ha, oh Dios mío no, ha sentado cabeza.
Así que de momento no se lo tendremos en cuenta, pero tampoco vamos a hacer oídos sordos: La chispa de la vida parece (ojo, parece) fruto de un acomodamiento burgués semiprogre más que de la necesidad de un puñetazo en la mesa. Una fábula bienintencionada; con mala leche, pero miradas críticas poco novedosas, algo simplonas y en consecuencia bastante ratoniles.
La chispa de la vida, eslogan añejo para Coca-Cola, supuso para Roberto Gómez, expublicista de nombre vulgar, su momento de mayor gloria profesional y personal. Ahora, varios lustros después, un Roberto desempleado mendiga trabajo y es despreciado por la gente con cuello blanco y despacho, que lo ha desplazado en favor de generaciones más jóvenes. Desesperado, Roberto termina vagando por unas ruinas encontradas recientemente en Cartagena hasta que es empalado por una barra de hierro que le perfora el cráneo. A partir de ahí, se desplegará todo un circo informativo, con un Roberto perfectamente consciente como centro del espectáculo y nuevo protagonista global de un mundo totalmente mediatizado.
Así que esto baraja denuncia social ligada a los tiempos que corren, sí, solo que de una capacidad evocativa más bien baja y un poder simbólico de lo más discreto. Sus envites contra los festines de carne humana por parte de los medios, contra la sed por la fama barata y la perversión de la porquería catódica (programas de cotilleo) se entremezclan con las líneas básicas de un combativismo afín a las aún recientes concentraciones del 15-M. El corporativismo salvaje, la perversión de una sociedad que mastica y escupe al débil, la falta de escrúpulos de los grandes empresarios o la ineptitud de los políticos se dan cita en esta especie de compendio de reivindicaciones poco cocidas.
En consecuencia, la artillería simbólica de De La Iglesia y el guión de Randy Feldman que maneja se presenta anodina por poco trabajada. No es casualidad que la acción se sitúe en un teatro romano, que el realizador nos brinde planos de la gente de la calle sentada en sus gradas, expectante de sangre, o que el propio Roberto adopte, en un plano picado casi elegiaco, la clásica postura de mártir cristiano, con los brazos en cruz.
Poca sutileza pues para un espectáculo que, si bien soslaya los excesos formales habituales del realizador, no puede evitar caer en una descripción abotargada, maniquea y bruta de los personajes y las situaciones. Trufada de buenos y malos, La chispa de la vida enfrenta dos bandos, el de las víctimas conscientes de su propia pequeñez con el de los despiadados empresarios y aprovechados buitres que, a la manera del Walter Chiari de Bellísima, del Kirk Douglas de El gran carnaval, deciden sacar tajada de ellos. Sirva como ejemplo una de las apariciones del personaje de Fernando Tejero, en plano contrapicado e ilustrado con el sonido casual de un cuervo de fondo. Al final, la corrupción moral de esos siniestros carroñeros, termina por infectar las buenas voluntades de todos los inocentes que se acercan a ellos en lo que es quizá el recurso más inteligente (por su relativismo y amigüedad) de un guión tremendista, aun muchísimo menos ágil que el de, por ejemplo, el Network, un mundo implacable de Paddy Chayefsky para Lumet.
Ah, pero esto no es nuevo en el cine de De La Iglesia. Sus geniales exabruptos habituales siempre han jugado a la terapia de shock, a la catarsis de unos guiones gruesos perfectamente temporizados para autoconducirse irremediablemente (y endiabladamente) a un clímax grotesco. Y nunca le importaba si por el camino se olvidaba de parecer sutil, más o menos lírico al modo convencional. Pero compensaba (o equilibraba, más bien) sus mensajes a voces con un aparato formal arrollador. Las películas de De La Iglesia acostumbran a ser bulldozers enrobinados pero perfectamente engrasados y con una dirección asistida de eficacia milimétrica. De La Iglesia siempre ha sabido muy bien dónde quería llegar y ponía a trabajar toda su sabiduría escénica y su arsenal de recursos visuales para ello.
Aquí, sin embargo, el realizador aparenta desganado. Y puesto que parece desplazar su pasión por el esperpento hacia el puro terreno literario (el guión), su película se muestra estéticamente poco interesante, visualmente anodina, casi con tendencia hacia lo televisivo, en muchas ocasiones hacia lo culebronesco (véase la dirección de Salma Hayek). El bilbaíno sigue balanceando grúas y manejando planos aéreos; sigue sacando provecho del puro caos, de las multitudes desbocadas y lo imprevisible de su mirada (no es fútil ese plano de un reportero tropezando por las escaleras). Pero tampoco es capaz de deslumbrarnos con sus acostumbradas ideas brillantes, con sus descoloques estéticos constantes, con los desafíos a nuestra propia cordura como espectadores.
Al final, le sale a De La Iglesia una película mucho más conservadora que clásica e incluso más repetida (también resuena por aquí Un rostro entre la multitud) que homenajística. Especialmente previsible y poco amiga del riesgo real. Y es que al final, todo esto no es sino una fábula moral sobre la honradez y un acto de confianza sobre la decencia de las buenas personas, representadas en una Hayek que quiere ser el espejo de la gente de la calle sensata, capaz de decir no cuando le toca vender sus principios éticos y de convertirse en una Alida Valli de El tercer hombre que se marcha impertérrita hacia algún punto de la integridad humana.
Por lo que se le debe a Álex De La Iglesia tendremos que esperar a sus próximos movimientos y guardar cierta cautela respecto a la valoración crítica de su carrera. Pero tampoco podemos obviar que La chispa de la vida no parece sino uno de los primeros síntomas de envejecimiento de un alma que se apergamina antes de tiempo. No tanto por la maduración de una propia voz de la experiencia como por un acomodamiento físico con gruñido y por la agriación de un carácter que, antaño, lucía joven, vigoroso y eminetemente punki.
5/10