Crítica de Cinco metros cuadrados
Un mismo plano aéreo, de vocación maximalista y extraño impacto formal, encierra Cinco metros cuadrados, en su inicio y en su final, probablemente con la voluntad de universalizar la historia y trascender lo particular de sus personajes. Es un intento por transmitir la idea de que la mierda ya ha salpicado al ventilador; que todo esto, queridos, nos supera. Que en todas partes cuecen habas y aunque un problema singular vaya a resolverse, mil más van a amargar a otros mil pobres transehúntes.
Pero mucho me temo que aquí termina lo estimulante de la propuesta y empieza la gran contradicción y tara de la película; que necesita echar mano de una realidad que se abre a dentelladas por entre los vericuetos de una ficción que sin embargo exhibe muy, muy poca chicha. Vamos, que quiere hablar de Grandes Temas -en este caso la especulación inmobiliara como gran lienzo de fondo y los límites de la desesperación humana como tema central- pero su arsenal de recursos es de barraca de feria: escopetas de corcho. O que quiere autoporclamarse la primera gran película del cine español sobre la crisis, pero no tiene la suficiente pegada como para lograr ser siquiera gran película a secas.
Quizá sea mejor tomarse Cinco metros cuadrados como una historia algo más anecdótica, más íntima. Quizá me equivoco y el nuevo asalto de Max Lemcke tras la aceptable Casual Day no esté demasiado interesada en trascenderse a sí misma y a sus circunstancias. Pero, en fin, si este fuera el caso, además de ir alarmantemente falta de una vocación de autosuperación, la película seguiría acusando de un terrible defecto de fondo y forma. Y eso no es positivo en ningún contexto.
En líneas generales (cualquier historia) y en propósitos específicos (cualquier drama social), la sutileza descriptiva debería ser un acicate. El cuidado en las representaciones, en la verosimilitud de los hechos y la puntería narrativa deberían ser uno de los fundamentales pilares sobre los cuales cimentar el tinglado. Y, cabe esperar -es más, no deberíamos ya ni planteárnoslo- toparnos con un producto cinematográfico competente, que para la ficción a pequeña escala y menores logros ya tenemos nuestras muy ibéricas pantallas televisivas de martes noche.
He aquí la cuestión. El gran defecto. El aliento rítmico, estilístico e interpretativo de Cinco metros cuadrados es eminentemente catódico. Lemcke parece no esforzarse por llevar a sus populares (populistas) protagonistas más allá de lo reconocible. Bien, Tejero y Alterio están aquí en modalidad drama, pero su impacto, su caracterización psicológica y sus líneas de diálogo, a menudo confundiendo naturalidad con vulgaridad, no están tan lejos del terreno de la comedia a medio gas que les ha concedido la fama.
Y eso le va a corresponder decirlo al director, pero a juzgar por el resultado, el producto final parece ajeno a cualquier ambición puramente cinematográfica, a una simple justificación del soporte fílmico. En otras palabras, en casi cada plano de Cinco metros cuadrados falta lustre, acabado, brillo, chispa tras la cámara y una coherencia que dé un cierto sentido y cohesión dramática a un guión que parece algo despistado al respecto. Lemcke debería inyectar el plus de gasolina que dé potencia al motor y lo haga correr por encima del límite permitido, convertirlo -por un simple criterio de novedad: más reciente, tiene que ser mejor- en un bólido más rápido y capaz incluso que la estimable Crematorio, hasta la fecha, única producción española de similares intenciones. No es así, claro, a día de hoy la serie de Canal + sigue sentada en el sillón de poder sin que nadie le tosa como ficción nacional relacionada con los magnates del tocho.
Partiendo de semejantes preceptos, será complicado que el espectador se empape del ambiente tenso de lo que por lo demás pretende tener tanto de crítica frontal (y vulgar: esto es de buenos y malos) a un sistema corrupto en el que mangantes y trepas legales se reparten el pastel a nuestra santa costa, como de pesadilla kafkiana.
Sí, aquí hay claustrofobia burocrática, muchas vueltas sobre el absurdo, una terrible sensación de desprotección del individuo frente a la Gran Máquina. Y está el aire de cuento moral en el que se prueban los límites de la bondad y la capacidad de estiramiento de la goma de pollo que es la psique humana hasta que no puede más y finalmente hace crac. Pero el vértigo no existe y un hipotético -ya puestos, quememos naves- final pirotécnico en la que por lo menos hubiera podido darse rienda suelta al torture porn, desde luego, tampoco. Hubiera sido incoherente y una caudalosa micción a siete palmos del tiesto correspondiente. Pero, demonios, cuanto menos habría aportado algo de garra e interés morboso al conjunto.
3’5/10