Crítica de Close
Ya venía fuerte, el belga Lukas Dhont, cuando estrenó su opera prima, una Girl que se alzó con varios premios en Cannes y mil y una nominaciones a algunos de los galardones más importantes del cine. Aquel drama sobre una joven transgénero ponía en evidencia una aptitud determinante del cineasta belga: la de saber tratar temas complejos con una lucidez tan envidiable como fundamental, y todo por entender mejor que nadie que sólo hay una manera para afrontarlos, que es por vía de la naturalidad. Nada tiene que ser demasiado forzado, nada tiene que caer en lo «peliculero» por mucho que sus propuestas no busquen esconder su condición de ficciones cinematográficas. Dicho de otro modo, sin tratar como tonto al espectador. Close, su segundo largometraje, plantea una relación entre dos chavalines. Viven más o menos cerca, algo alejados de la urbe, y juegan, se quedan a dormir uno en casa del otro, hablan de lo que quieren ser cuando sean mayores. También habla del impacto de empezar el cole de los mayores, de lo duro que puede resultar en especial si no se controla con lupa el comportamiento y las relaciones entre los miembros de una clase. Y de la incomunicación, de la invisibilidad por parte del adulto ante una mirada perdida, un apático «bien» a la pregunta «¿qué tal el cole?» y un levantamiento de hombros al posterior «¿sólo bien». Un drama que a lo mejor suene de otras ocasiones: sin ir más lejos abríamos la cartelera de este mismo año con otra película belga centrada en los traumas del colegio, rara vez detectados por el adulto, como era la no menos loable Un pequeño mundo. Lo que hace que Close triunfe es la absoluta naturalidad con la que se plantea todo ese fresco. Lo que la hace diferente y tan, tan recomendable, es su total carencia de etiquetas, de simplificaciones argumentales, de atajos para servir el plato con ese extra de masticadito que posibilita la ficción peliculera. Y por ello, nos hace activar una parte del cerebro distinta a lo acostumbrado. Y un sistema emocional poco acostumbrado.
Nos hace pensar más que nunca porque Dhont (y su co-guionista, Angelo Tijssens) no nos facilita la vida: la relación que vemos entre los dos pre-adolescentes es preciosa y se siente como nuestra, aunque flirtee con fronteras que hayamos, o no, podido encontrar alguna vez. Y cuyas puertas hayamos, o no, abierto. La película no traspase tales límites, pero los deja a la vista: la amistad es intensa y claro, invita a pensar en un descubrimiento de la homosexualidad. Como después pueden entenderse ciertas situaciones como fruto del amor y el desamor posteriores a ello. Pero todo esto no sería sino dar con ese atajo que haría que el espectador encontrara esa zona de confort acostumbrada desde la que entender y sentir la película de manera habitual: ah, vale, esta película va a ser un drama sobre dos niños gays en un colegio en el que son maltratados. No. Close huye de banalizaciones, y prueba de ello es que sí hay situaciones tensas entre los niños de clase, pero no pasan de chispazos, no nos permiten que nos congratulemos por nuestro acierto: ¿ves? Lo que decía, bullying. Y sí… pero de nuevo, no. Todo son circunstancias, situaciones de inmensa verosimilitud, alejadas del exabrupto melodramático, que desatan progresiones, permutaciones de los dos protagonistas: uno al que le resbala lo que piensen los demás, otro que está más interesado en socializar y en el qué dirán. Esto último es lo que realmente queda fuera de toda duda: dichas divergencias en sendos arcos son los que desatan el verdadero quid de la cuestión, para unos personajes que también pueden verse como muy buenos amigos, y simplemente, de recorridos distintos en el colegio. O de un descubrimiento a destiempo, o sólo por una parte de las dos. Lo que cuenta en Close son los matices, las piezas que debemos colocar nosotros en el orden (y otorgándoles el peso) que queramos. Por eso tiene esa facilidad de dejarnos con un palmo de narices. Por eso nos hace sentir pavor puro cuando se plantea la pregunta: «¿y ahora, qué?». Por eso es capaz de evitar el lagrimón barato y, sin embargo, emocionarnos más que ninguna otra película este año. Y por eso, como la vida misma oigan, es triste y preciosa a la vez; te invita a sonreír y a llorar por igual y con absoluta naturalidad.
Ni que decir tiene que hay un trabajo de fondo que implica a todos los miembros del equipo. Dhont hace honor al título de su película y a duras penas se separa unos centímetros de los rostros de sus dos protagonistas, sendos debutantes Eden Dambrine y Gustav De Waele. Quién lo diría: si hay un logro aún mayor que las dimensiones que acaba alcanzando Close, es la interpretación de dicho dúo. La fotografía luminosa, la música presente sólo a veces (como único recordatorio de que seguimos sentados en una sala de cine en lugar de estar atendiendo a un capítulo de nuestras vidas o de quienes nos rodean), los secundarios adultos (muy especialmente una sensacional Émilie Dequenne)… más leña al fuego para una película pequeña sólo en apariencia, gigantesca en realidad. Una obra maestra por saber cuestionar con la mayor precisión emocional, una serie de cuestiones complejísimas y que, sin embargo, las tenemos a la vuelta de la esquina. Sensible pero sin ninguna sensiblería, dramática sin caer en el melodrama, y dura, sin que por ello salgamos del cine siendo un poquito mejores personas. Totalmente humana, en definitiva, si bien cueste creer que sus responsables sean de este planeta. Vaya maravilla.
Trailer de Close
Close: tan fuerte, tan cerca
Por qué ver Close
Lukas Dhont regresa tras Girl con una nueva muestra de su capacidad para meterse en temas complejos con la mayor naturalidad y clarividencia posible, dando como resultado un drama sobre la amistad, el colegio, la preadolescencia y sus alegrías y penas, tan sencillo en apariencia como inmenso en la práctica. De esas películas que dejan huella.