Crítica de Los colores de la montaña
En una de esas noticias en forma de video que casi da la vuelta al mundo y termina convertido en un vulgar meme internetero veíamos recientemente una impactante secuencia en la que una profesora calmaba a unos niños en una escuela de Monterrey que estaba siendo testimonio de un tiroteo entre narcos producido a una distancia de unos metros, en la calle. Son imágenes que, más allá de su innegable capacidad de impacto popular se vienen a la cabeza como perfecto ejemplo de la (triste) convivencia entre la inocencia más cotidiana de los niños y la crudeza de los conflictos armados en algunas determinadas zonas de este mundo nuestro en el que nos toca vivir.
Es este el planteamiento base del director Carlos César Arbeláez que con su «Los colores de la montaña» ha pretendido precisamente eso. Poner en solfa la crudeza del conflicto (en este caso el colombiano) confrontándola con la pureza de los chavales, aquí un grupo de ellos que viven en un pueblecito de las montañas de Antioquia.
Allí, como en el famoso video, hay una profesora que intenta salvaguardar la infancia de sus alumnos y de paso mantenerse firme en sus ideales. Pero también hay padres que luchan no sólo por serlo, no sólo por sus hijos, sino también por seguir, pues eso, viviendo. Porque además de ellos, representantes de la convivencia rural más pura, están también los otros: los grupúsculos de guerrilleros y paramilitares que amenazan constantemente, dispuestos a estallar en cualquier momento, pasándose la convivencia y el equilibrio pacífico por el contraforro de los principios morales. Violencia sostenida al acecho.
Y sin embargo, ahí están esos tres chavales, preocupados porque han perdido el balón de fútbol. Lo jodido es que les ha ido a parar a un campo minado y ellos, con la fuerza de su amistad como insensata armadura, se lanzan a por el maldito. La combinación de cotidianía infantil y horrores de la guerra queda perfectamente imbricada.
No tardará la historia en establecer una, otra, metáfora de maduración precipitada y en mutar hacia ítems reconocibles del cine moderno de aventuras infantiles, especialmente del de los últimos 30 años. Esto tiene tanto de drama costumbrista con trasfondo amargo, de duro retrato de la violencia, como de tierna historia de amistad.
Con todo lo negativo que ello conlleva esto, claro: cuando el conflicto pierde su enfoque frontal, objetivo y descarnado, como hasta cierto punto ocurre en este caso, deben saltar las alarmas de la vulgarización y la demagogia. Afortunadamente, aunque en ocasiones el cliché sentimentaloide haga amago de presencia, aquí es encomiable la voluntad y admirable el resultado: el conflicto está innegablemente presente, pero aparece de soslayo, a través de las pintadas en las paredes, de algunos tiros en la lejanía, de algún que otro buey saltando por los aires tras pisar una mina. Y a través de los comentarios de los propios personajes y sus experiencias vitales, adaptadas ya a un entorno tenso y un aroma de muerte.
Que establece de nuevo ese choque. Esa confrontación entre la atomósfera de tensión y miedo con el aura de tranquilidad casi idílica generada gracias a la resultona fotografía que se deleita en las estampas verdáceas y brumosas de las montañas colombianas. Muy hermoso.
…Y a pesar de todas sus virtudes, hay algo que no cuadra en «Los colores de la montaña». No sé qué, pero algo impide que sea esta una película indiscutiblemente buena. Obviando que su visión de la infancia no ofrece nada nuevo, pasando por alto algunas de sus justas interpretaciones y haciendo la vista gorda en su insistente uso del fundido a negro para separar secuencias, globalmente sigue quedando un regusto agrio. De algo que no cuadra. Y puede que sea esa forzada naturalidad que no deja respirar a una auténtica verdad, como si el director se hubiera empecinado tanto en que su película pareciera espontánea que al final hubiera logrado empañar esa misma frescura, quedando todo bastante postizo, ortopédico, paradójicamente desnaturalizado. Y, joder, uno termina por sentirse mal diciendo que a lo mejor «Los colores de la montaña» no es tan buena como sus responsables se empeñan en hacernos creer que es.
Y que en realidad hay que tenerlos muy bien puestos y saber muy bien lo que se hace para lograr que una ficción (90 minutos de belleza formal y tino argumental) supere a la realidad (90 segundos de cámara de móvil en una escuela de Méjico).
6/10