Crítica de El cónsul de Sodoma
Por eso, enfrentarse a su vida cámara en mano no era moco de pavo, y visto lo visto en «El cónsul de Sodoma», la primera «Jaime Gil de Biedma: The Movie» oficial, el resultado ha ido como cabría esperar: la última película de Sigfrid Monleón (director de «La isla del holandés») es floja, floja.
Porque «El cónsul de Sodoma» es un cine que, cual Benjamin Button, nace viejo. Es lo primero que observamos cuando empieza la película, y la sospecha se nos van confirmando a medida que pasan los minutos. A pesar de sus ambientes escabrosos (la cosa se abre en una Manila que efectivamente es una auténtica Sodoma: orgías, apuestas sexuales -¿ein?-, prostitución, …), todo el trabajo formal de realización, fotografía, montaje, evoca un ambiente más viejuno que antiguo, más anticuado que añejo, girando entorno a una órbita como la del Visconti de «La muerte en Venecia» y claramente mirando a una cierta decadencia fassbinderiana… que lleva muerta 30 años. Nada que ver con la pirueta postmoderna de «Malditos Bastardos», no me jodan.
Que sí, que ese tratamiento visual y ambiental, e incluso el concepto de «decadencia moral» en una sociedad que no acepta a los «maricones» cuando la auténtica enferma es la propia sociedad, es muy de Fassbinder. Pero la furia y el nervio del alemán no está ahí, en «El cónsul de Sodoma» faltan tripas, corazón, sangre que corra por sus venas y toneladas de espíritu.
Alma. Ese es el gran hueco de la película, su gran defecto. El de la auténtica pasión. Que nadie confunda frenesí sexual y agitación amorosa con pasión. Que un personaje a contracorriente no es suficiente para mover una película entera. Que una recreación de cierto tiempo convulso tampoco. Que unas escenas de tono subido, menos.
Pero renquea en general en dotar a todo ello de consistencia a través de su realización, bien definida pero al fin y al cabo acartonada. Sí hay que concederle algún buen momento, y alguna secuencia interesante, como la última en la que aparece Bimba Bosé, que explica los hechos de manera sensible y posee un montaje sutil y elegante… eso sí, coronado todo ello por un plano excesivamente explicativo y otro que implica un espejo y que cae en (¡yaj!) la poesía barata.
Y también hay que reconocer que acierta en su retrato de la alta burguesía catalana y en desubicar de ella a su protagonista, descolocado por el hecho de haber nacido en una familia apoderada -gracias a la explotación de la industria tabacalera con manufactura en Filipinas-, pero con un alma rebelde e inquieta que le coloca al lado de sus amigos literatos y en ambientes sórdidos de liberación sexual.
Ni siquiera el apartado interpretativo está a la altura. Jordi Mollà, que se ha apuntado tanto en forma de nominación al Goya, no deja de ser un tuerto en un país de ciegos, y qué os voy a contar, he visto imitadores de Antonio Gala que estaban mejores que Mollà como Gil de Biedma. Los demás, todos los habituales de un hipotético «star system català» principalmente orquestado por Televisió de Catalunya, caras reconocibles de mil y un seriales televisivos marca TV3. Y de ahí no pasa la cosa, del serial televisivo: están todos los defectos acostumbrados y los tics de siempre, a saber, sosez susurrante, declamaciones exageradas y apatía inexpresiva.
4/10
(1) Nunca hay que hacer demasiado caso a las opiniones de los implicados, pero para quien quiera seguir haciendo sangre, ahí queda esto: varios de los allegados de Gil de Biedma no han querido ni ver la película. Los que sí lo han hecho, caso de Juan Marsé, han declarado cosas como La película es peor que mala. Es una ofensa a la memoria del poeta por su estupidez y su grosería, algo que va más allá de su absoluta insolvencia cinematográfica. (…) Me resulta grotesca, ridícula, falsa, inverosímil, sucia, pedante, dirigida por un fallero incompetente y desinformado, mal interpretada, con diálogos deplorables. Es una película desvergonzada, de título infamante y producida por gente sin escrúpulos, según recoge El País.