Crítica de Contraband

Quién lo iba a decir: Mark Wahlberg como partidario lógico de la contemporaneidad. Se ve que Marky Mark, el hombre tras unos Calvin Klein, está empeñado en construirse una carrera más o menos sólida, sea tomándole el pulso a los nuevos tiempos, sea refugiándose en producciones más o menos académicas que huelan a apuesta segura. Lejos quedan Max Paynes, Shooters, Rockstars y demás zarandajas. Mark es un tipo serio, que igual te hace un Scorsese o un David O. Russell como te produce El séquito o En terapia. Bien por él, lo digo de verdad. Puede que aún se acuerde de que su primer papel relevante fue ante el espejo de unos vestuarios, con los pantalones bajados, en la imprescindible Boogie Nights. Y de todo ello, de esa tendencia en su carrera reciente, encontramos ecos en Contraband.
Wahlberg y su equipo, productores del invento, adaptan a suelo norteamericano la apreciada Reykiavik-Rotterdam, una producción islandesa que, sobre guión de Arnaldur Indridason, relataba las peripecias de un guarda de seguridad portuario, arrastrado por el entorno a un pasado de contrabandista.
Correcta, entretenida y fácilmente vendible, el film de Oskar Jonasson fue uno de los escasos ejemplos de cine islandés que llegó a nuestras pantallas. La historia tenía ingredientes sobrados para ser carne de remake: personajes sencillos y bien perfilados, historia exportable, dosis mesuradas de acción y de tensión dramática, y un entorno muy sugestivo…
Y sobre el entorno descansan buena parte de las virtudes del film, y también su vocación contemporánea. El puerto industrial es un escenario más habitual en el cine negro de lo que a bote pronto podría parecer, pero últimamente, tomadas las calles por otro tipo de fauna, su presencia en el neonoir es una agradable constante. Si en las historias de Carné y de Clouzot el puerto industrial se asociaba a la azarosa vida del marino, del desconocido que llega a una comunidad, del lumpen barriobajero, el cine actual establece un paralelismo físico con las calles y los decorados del cine negro de la Warner. Las mismas jerarquías, los mismos roles que en la ciudad se establecen en el puerto, y los edificios de la jungla asfaltada se convierten aquí en pilas de contenedores de chapa, en los que se esconden los mismos secretos, los mismos delitos, la misma miseria, la misma vida y la misma muerte. Los juegos de luz y sombras adquieren la habitual contundencia expresionista y todo un género se enriquece con este curioso cambio de escenario. El mejor ejemplo llega de la mano de los mejores: Tras la primera temporada de The Wire, David Simon y Ed Burns trasladaron la narración de las calles al puerto de Baltimore. La jugada fue redonda, las tramas se potenciaron en un entorno nuevo y a la vez perfectamente reconocible, y la tragedia se desplegó en una narración poliédrica que recogía los mismos matices que en su versión más urbana y poderosa.
¿Qué queda de todo aquello en Contraband? Casi nada. Pero tampoco es la idea. Planteada como la enésima vuelta de tuerca al tema del pasado que nos alcanza, toda la trama se construye como un juego de obstáculos que se va alambicando cada vez más. Nutriéndose de referentes tan reconocibles como la familia, el sentido del deber y la traición, nada hay en su metraje que descubra algo nuevo, pero su categoría de thriller sin pretensiones tampoco engaña al espectador medio, y mira que se agradece. Ni tan siquiera la condición trágica del protagonista tiene demasiado calado ni como émulo del Carlitos Brigante de Al Pacino o de los personajes de Jean Gabin o Alain Delon. Ligera, previsible y un tanto plana, es en el uso del escenario donde alcanza sus mayores cotas expresivas. La dirección, en un llamativo ejercicio en el mundo del remake, pasa al protagonista de la versión islandesa, Baltasar Kormákur (a quien hace muchos años alguien definió como el Almodóvar de Islandia, así como suena) y revela a un cineasta con cierto nervio para las escenas de acción. Todo empaquetado con un cásting comercial y unos acabados decentes. Un producto de los que ponen el piloto automático desde el minuto uno, que justifica su éxito comercial en su vocación de transversalidad, tan adecuado para familias con niños adolescentes como para adultos con ganas de desconectar y hartarse de maíz hinchado. Y que nadie se engañe, aquí todo el mundo sabe que James Gray no hay más que uno (y a ti te encontré en la calle) y toda amenaza de potente artefacto dramático queda neutralizada al más puro estilo Hollywood.
Poco más, poco menos. Cine negro de baja intensidad. Wahlberg se empeña en dibujar una carrera en la que convive la comercialidad más desaforada con toques de riesgo calculado, pero sus ansias por moverse del centro del huracán blockbuster no están reñidas con el entretenimiento como una de las más bellas artes. Imperfecta, liviana y perecedera, Contraband pronto se entrega a la convencionalidad narrativa bien planteada. Nada que deslumbre, nada que moleste. Acaso alguna secuencia desconectada e innecesaria. Pero cuando asume plenamente su condición se convierte en un notable ejercicio de coherencia. Incluso alguna macarrada nos recupera a Marky Mark. Y en medio, impertérritos y narrativamente fértiles, se levanta el terreno del futuro noir: montañas de compartimentos de chapa.
 
5’5/10
 
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Manel Carrasco es uno de los cracks del análisis y la recomendación cinematográfica. Por aquí creemos que empezó a ver películas antes de aprender a respirar siquiera, motivo por el que sus conocimientos en materia sobrecogen. A la que puede, nos regala una de sus reseñas para La casa

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