Crítica de Contrarreloj (Stolen)
Vuelve, y no es que se haya ido nunca en realidad, el churrero oficial de Hollywood. Nicolas Cage. Sus películas pueden mojarse en horchata. No alimentan un carajo y su ritmo de producción es el de una granja de pollos de Bangkok. The hardest working man in show business in a wig. Un tipo que da dos por unos en tiempo de rebajas; reventamos precios, las ofertas son acumulables. Y si quiere usted calidad, váyase a otro lado.
Que aquí lo que hay es lo mismo de siempre, y de saldo. Pero exacta, idénticamente lo mismo. Es decir, una historia del montón construida a base de topicazos y con el manual en la mano, la de un excriminal reinsertado que se ve obligado a volver al redil para salvar a su hija secuestrada. Una nueva gilipollez con aura de serie B setentera (el fantasma de Charles Bronson se ha cansado de planear, eso sí: Cage no es un ángel de la venganza sino sólo un padre preocupado) y miras de producto televisivo ochentero: señores, esto pondría los dientes largos a Frank Lupo.
Una parida que agolpa en la parrilla de salida mental del espectador de turno los más floridos improperios y valoraciones irrespetuosas hacia el director, Simon West y hacia la cohorte de productores de esta cosa que no se sabe muy bien hacia adónde va. Porque se presenta alegremente tan falto de propósito, tan escaso de originalidad, está tan hueco de sentido que, oh, atención, parece hecho aposta.
Y ahí la cosa cambia. O, por lo menos, podría cambiar. Porque, ¿qué sentido tiene para nosotros cepillarnos a conciencia una película mala de vocación, un producto de profesión patillada? ¿Dónde queda nuestro concepto del sentido del humor si no somos capaces de tomarnos esta cosa decididamente descacharrada como una gran broma, consciente o inconsciente? Oh, claro, el asunto no llega a la condición de grindhouse, las tintas humorísticas no están tan cargadas como en la otra obra reciente de West, Los mercenarios 2, y la cosa en el fondo tampoco funciona demasiado bien como entretenimiento per se.
Pero, ya decimos, detrás de esto sólo puede haber una mente calenturienta y con gusto por el pastichismo postmoderno. Alguien que ha conjugado la mansalva de tópicos a conciencia, que ha declinado conscientemente otorgar una profundidad a los personajes para dejarlos reducidos a meros arquetipos sin sal ni colesterol. Alguien tiene que haber decidido construir los diálogos a base de chascarrillos desaboridos para sonar como balbuceos estúpidos de una mala opereta. Alguien ha tenido que despreciar las enseñanzas del buen señor McKee respecto a guiones sin agujeros ni fisuras narrativas. Y finalmente, alguien ha tenido que certificar a Nicolas Cage como el mayor y más importante conductor de vehículos en llamas de nuestra era.
Efectivamente, Cage conduce un coche que está a punto de convertirse en una bola sónica de hierros fundidos y olor a gasolina frita. El resto los estrella, los lanza hacia arriba en tres vueltas de campana propulsadas, los siniestra, los cacharriza sin piedad. Y convierte a esta su película en un nuevo carrusel de hostiones hiperbólicos orquestados con oficio y sin personalidad por el amigo West. Todo a golpe de filosofía barata del movimiento (aunque no sepas a dónde vas, por Satán no dejes de correr) y de pura confusión de la tensión de «thriller con el tempo afinado» por «antología del tropezón narrativo».
Absurda, demodée, descabellada y descalabrada. Puede tener esa lectura postirónica que os comentábamos. Pero, insisto, esto es puro tenderete oasis de las seis de una mañana de post-farra a muerte. Y a mí, que odio el aceite frito y la producción industrial, no me gustan los churros aunque el chocolate me pringue mi inimitable y muy pringable ironic moustache.
4/10