Crítica de Criadas y señoras (The Help)
Mucho ha llovido desde que Rosa Parks entrara en aquel autobús y, a día de hoy, uno sigue cuanto menos inquietándose al abrir los periódicos y comprobar que los prejuicios étnicos están aún a la orden del día. O, en un ejercicio de paroxismo, que los pocos corredores de la muerte que quedan por ahí están atestados de afroamericanos o hispanos en aplastante mayoría frente a los presos blancos. O sea que no está nada mal de vez en cuando echar la vista atrás para homenajear a aquellas personas que lucharon para que los roles sociales fueran enjugándose de los residuos de una sociedad burguesa construida sobre los cimientos de la esclavitud.
Pero claro, eso es una cosa. Y otra muy distinta es la desesperada y culpable búsqueda de la elevación del propio espíritu a través de actos de contrición autoindulgente como el que presenta Criadas y señoras, bien intencionado, demasiado almibarado. Producto exclusivo de colección Temporada de Premios y sospechoso de pertenecer a la categoría instrumento de tranquilización de conciencias. Los blancos hemos sido malos, siempre; cerdos explotadores a quienes no nos ha importado exprimir al prójimo, especialmente si su tono cutáneo es de un tanto más oscuro que el propio. ¿A que aun siendo cierto suena a miope simplismo?
Criadas y señoras transcurre en unos años 60, algo así como aquellos 60 que radiografió Douglas Sirk y que luego remozó Todd Haynes, que en este caso huelen a hipermedida simplificación icónica y a premeditada esquematización ideal. Un Mississippi donde buenos muy buenos (las empleadas del hogar afroamericanas) y blancos (admiten tonos: desde los malos, hasta los buenos, pasando por los buenos que no saben que lo son y los malos que se creen buenos) conviven en una teórica tensión tradicional según la cual los primeros siempre han estado al servicio de los segundos, y donde tiene que aparecer una heroína que ponga en jaque los estamentos. Una blancucha, por supuesto. Trasunto de Eleanor Roosevelt de dormitorio, seguidora inconsciente probablemente de los logros Ida Wells o Mary Ann Shad, que ambiciona publicar el libro que pondrá en solfa las injusticias étnicas y coloque la definitiva piedra de toque en la torre de la futura igualdad social.
Un cuento sobre la bondad, en definitiva. Y que, imagino, clama por una interpretación naïf de sus propias reglas, que no son sino las del cine más comercial surgido de los más profundos sentimientos de enmienda del Hollywood de los últimos cuarenta años. Quien escribe reconoce no ser capaz de conceder un breve asueto a su galopante macarrismo y alcanzar esa mirada más pura y libre de cinismo. Fallo mío. Criadas y señoras demanda de una mentalidad receptiva parecida a la que demandaba, por ejemplo, El color púrpura en su momento. Pero ojo, que este Tate Taylor que adapta tras la cámara la novela de su amiga Kathry Stockett no es precisamente Steven Spielberg. El suyo es un ejercicio de realización sin enjundia, carente de la tensión escénica de, por ejemplo, los momentos más eléctricos de Mad Men para un look inmaculado, correctísimo y depurado de cualquier fleco autoral. Ideal para entrar suave y sin vaselina, para conquistar a toda costa (woops, término equivocado) a quien se le ponga por delante, llámesele académico, llámesele espectador medio. Alguien que, en cualquier caso, no considere especialmente sangrante el hecho de que la película deje llevarse en ocasiones por una cierta inercia televisiva; que el apartado formal tenga hechuras de tv-movie.
Un relato de buenismo falto de garra y con ese inevitable punto quijotesco que termina por tender al maniqueísmo, que siente flojera hacia los clichés dramáticos y los personajes estereotipados en una suerte de fábula, opuesta a una vocación documentalista, que de tan impoluta termina resultando forzada. Y de tan diseñada termina mostrando sus intenciones sentimentalistas en cada giro dramático, en cada distensión cómica, en cada microclímax lacrimógeno.
Pero, en fin, la intuición me dice que no hay que hacer sangre de todo esto. Que si se entra en este juego, uno puede apreciar que Criadas y señoras está escrita con corrección, que puede llegar a ganarse el corazón y las tripas de los espectadores con más tragaderas y que además ofrece un par de interpretaciones, las de Viola Davis y Octavia Spencer, con empaque artístico e impacto emocional.
Uno de esos momentos en los que la cultura puramente norteamericana encuentra su escape inspiring, su cuento de grandes valores universales, Criadas y señoras es en definitiva una de esas enormes, mullidas, jugosas, hiperglucémicas… y en ocasiones empachantes tartas de arándanos cocinadas con cariño y amor por la tía Jemima, la del dibujo añejo de las cajas de panqueques. Para lo bueno y para lo malo, un dulce industrial Mississippi style, y’all.
5/10