Crítica de El cuento de la princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari)
Todo lo que atañe a esta película es precioso y tristísimo a la vez. Con El cuento de la princesa Kaguya los estudios Ghibli echan el cierre: dicen que no de manera definitiva, pero sí acaba una etapa, y a saber cuándo y cómo empezará la nueva. Deben replantearse estrategias, rehacer el equipo (y encontrar el dinero con el que pagar a sus miembros). O sea, que no es un adiós, pero sí. Con su anterior producción empezaba la despedida: El viento se levanta fue la última película como director de Hayao Miyazaki, uno de sus fundadores y seguramente el nombre más reconocible de la empresa. Lógico, pues, que el hasta siempre definitivo fuese a cargo del otro fundador: Isao Takahata (La tumba de las luciérnagas). Un Takahata que dedicó años y una gran inversión económica para la realización del film, pero que ya desde que empezara a escribirlo parecía plenamente consciente de la situación que lo envolvería, de la trascendencia del mismo, y de algo aún más doloroso: el conocimiento de que el mundo de la animación ha ido hacia una dirección y el estudio, mal que nos pese, ya no tiene cabida en él. La decepcionante recaudación de Kaguya no es sino la confirmación de que la animación tradicional de Ghibli ya no tiene sentido entre tanta superproducción digital. Tocaba decir adiós. Sólo que lo han dicho tan bien, que el resultado es aún más doloroso.
Obviamente, la cinta va sobre muchas cosas, la mayoría reconocibles en el universo Ghibli: una niña nace mágicamente del bambú, vive en el campo primero, adoptada por una pareja de ancianos, pero luego se convierte en princesa y mal que le pese debe mudarse a un núcleo urbano abandonando a sus amigos de la infancia… amistad, destino, voluntad de superación para romper con lo establecido en favor del triunfo de uno mismo; una fábula de las de toda la vida y cargada de moraleja, como muchas otras. Pero en realidad, es imposible no caer en una lectura entre líneas que aflora continuamente, para venir a confirmar todo lo comentado en la parrafada anterior. Con la mayor de las sutilezas, y sumiendo al espectador en un profundo sentimiento de pesadumbre y añoranza a ritmo sosegado pero constante, del cuento infantil se pasa a toda una declaración de intenciones: hasta el último de sus detalles se centra en un desolador sentimiento de desapego y, por tanto, de despedida en consecuencia. A nivel formal, Takahata apuesta por lápices y acuarelas, técnicas tan bellas y expresivas como de una época teóricamente superada. El resultado es tan trasnochado como excelente, exquisito. Y suma enteros en su batalla por transportar al espectador a tiempos pasados para, una vez sumido en ellos, decirle adiós.
Tiempos pasados, por cierto, son los escogidos por el director para ubicar el argumento la trama, por la que pulula un personaje que jamás se siente en su sitio: de belleza inusual y con un halo de magia en su condición de rara avis, no es una humana normal cuando va a parar entre humanos normales, el suyo no es un ritmo de crecimiento parejo al de los otros niños y cuando le toca mudarse a cumplir como princesa, sólo piensa en volver a los campos de los que proviene. Oh, pero a su vez, quiere y no quiere volver donde quiera que sea su verdadero originen, abandonar lo mundano para pasar a otro nivel, otro estado. Ni que decir tiene que cuando le toca emparejarse con algún príncipe o similar (en los minutos donde más se tambalea un metraje excesivo, se juega un poco a un príncipe para Kaguya más que a otra cosa), cuesta encontrar al hombre correcto mientras que el que parecía más afín a ella forma parte de un pasado, quizá, perdido para siempre. Demonios, la verdad es que conforme progresa El cuento de la princesa Kaguya más melancólica se pone, con un cada vez mayor conocimiento de que más que una película, más que un argumento, esto es el final de algo que ha sido maravilloso; la despedida a una etapa de auténticas alegrías para un cine que, sin embargo, de un tiempo a esta parte no hace más que darle la espalda. Jode, por supuesto; y a quienes más duele es a los propios responsables de esta época dorada de la animación que arrancara a principios de los 80 con Nausicäa del Valle del Viento. Son ellos quienes, a través de Kaguya, miran un mundo que abandonan con suma tristeza, porque ya no les pertenece. Un mundo del que, no de malas maneras y dejando atrás a muchos seguidores descorazonados, han sido expulsados. Bueno, pues bendita obra maestra de la animación se han marcado como traca final.
8,5/10