Crítica de Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari)
Cuando uno se dispone a hablar sobre Cuentos de Tokio, a la mente sólo le vienen calificativos maximalistas. Da igual que esta película que Yasujiro Ozu rodó en 1953 sea el epítome de la sencillez y la delicadeza, con un argumento minimal que gira entorno a un matrimonio anciano que visita a sus hijos y no encuentran su lugar emocional más que junto a su nuera viuda. No importa que su tono otoñal impregne la conciencia del espectador durante cada segundo de su visionado, ni que el director abogara por el silencio reflexivo, porque a la hora de la valoración crítica final todo son palabras rimbombantes, grandilocuentes, de obra de arte hacia arriba hasta llegar a «una de las mejores películas de la Historia del cine». Lo es, sin duda, pero además de todo ello, es la película preferida -así, sin categorizaciones y sin discusión- de un servidor. De modo que a la dificultad para hablar de ella que supone el simple hecho de que sobre el tema se ha dicho ya todo se une esta complicación añadida: es virtualmente imposible disociar el sentido crítico de los sentimientos personales que me produce. Pero, repito, experiencias personales aparte, Cuentos de Tokio es una de las mejores películas de la Historia. Y esto, a juzgar por el consenso cinéfilo, ya no admite discusión.
Y por supuesto, es también la mejor película de Ozu, cuya carrera no resultó escasa en obras maestras. Son películas mayores El hijo único, Había un padre, Primavera tardía, Flores de equinoccio, La hierba errante u Otoño tardío. Pero de entre todas destaca la que nos ocupa. La más lúcida, la que condensa mejor el espíritu Ozu, la que reúne todas sus constantes en un relato maravilloso de padres e hijos, de esperanzas y fracasos, de tradiciones y modernidad, de vida y muerte. Cuentos de Tokio es un prodigio de serenidad, de sencillez, de claridad -y modernidad- narrativa y, por todo eso, también de intensidad emocional. Una intensidad que se presenta pausada, tamizada por la personalidad del autor, tan queda en palabras y parca en artificios formales como honda en su capacidad reflexiva humanista. La puesta en escena transparente, marcada por esos planos tan propios del autor, rodados a la altura de los ojos de los personajes arrodillados sobre el tatami se construye con precisión a partir de una sucesión de planos fijos bellamente compuestos (esencial la coreografía de los personajes, la disposición de los objetos y esa profundidad de campo en los interiores(1) tan nipona, tan Mizoguchi). Un falso estatismo que se rompe por un par de movimientos en travelling abismales, tremendamente significativos, que empiezan ya a tintar el relato de una muerte que se anticipa.
Es uno de los grandes temas de la película, la muerte, pero no el único, ni siquiera el capital. A pesar de que como reflexión sobre la vejez y la culminación de la vida resulte tan intensa y lúcida como el Vivir que Kurosawa estrenara un año antes, más bien Cuentos de Tokio se centra en el choque generacional motivado por un mundo en cambio cada vez más veloz, cada vez más contrastado en sus oposiciones entre lo viejo y lo nuevo. Un mundo, el de la postguerra y el inicio de la industrialización -ojo a esos diversos planos inserto, asi naturalezas muertas urbanas-, que acoge a unas nuevas generaciones que deben tanto a sus ancianos, pero que no son capaces de pagarlo. Que no saben reconocer el papel de la tercera edad en la importancia histórica de nuestro presente. Resuena en todo ello el Make Way for Tomorrow de Leo McCarey. Pero también funciona a la inversa, como un reflejo de la decepción de los padres respecto a sus hijos, incapaces ellos de condensar el legado histórico, de valorar las consecuencias presentes de un pasado que han heredado. Un mensaje que, por cierto, se concreta en el ecuador de la película a través de una de las secuencias más brillantes sobre el fracaso y la decepción jamás rodadas, como solía ser costumbre en su autor orquestada alrededor de una mesa y con una copa de sake caliente entre las manos.
Así pues, Cuentos de Tokio ofrece un permanente diálogo entre pasado, presente y futuro, y pone a los personajes (profundos, matizados, humanos) en el centro de esta tensión temporal, tanto en esas relaciones abuelo/padre/nieto como en la exploración de las rencillas familiares en un ámbito de riguroso respeto aparente como, más trascendente aún, en la asunción de un futuro cada vez más cercano: abundan en la película planos en escorzo de los personajes sentados, mirando hacia -enfrentándose a- un horizonte del que a nosotros, espectadores, se nos priva. Pero que al fin y al cabo conocemos, pues refleja una metáfora puramente universal (la esperanza o la muerte, según). Porque, al margen de su veta costumbrista, de sus acciones casi litúrgicas, de la representación de unas metodologías y rutinas puramente japonesas (esas que se imbuyen de futilidad cotidiana tanto como de una dimensión épica relacionada con el concepto de familia y honor), Cuentos de Tokio es una de las películas más universales que aún hoy puedan verse.
Y también una de las más hermosas, nostálgicas y melancólicas.
Así que se merecía edición a la altura. Que es en esencia la que nos regala A Contracorriente -en un BluRay o doble DVD-, gracias a un máster restaurado por el estudio Shochiku que ofrece la mejor calidad de video y audio posibles, superiores a la anterior edición española, aquella que ofreció hace unos años DeAPlaneta. Además de ello, se ofrecen algunos extras más que jugosos. Por un lado un par de trailers de la película, por otro una pequeña pieza, una suerte de trailer-resumen de la película titulado Cuentos de Ozu y un videoensayo realizado por Antonio Santos. Pero lo que es más sorprendente y más afortunado aún es la presencia entre el material adicional de Tokyo-Ga, la película que dirigió Wim Wenders en 1985 a modo de homenaje al maestro Ozu y de estudio de los años recientes de Japón a través de su obra. Es quizá el añadido más destacable de una edición que de por sí no necesita aditivos. Me remito a todo lo dicho arriba y, a partir de ahora mismo, a la experiencias que pueda suponer cualquiera de los infinitos revisionados -por mi parte, innumerables desde que la descubrí años ha- a los que se presta una película que no es una película sino que es la vida.
(1) A pesar de lo dicho, diversos autores insisten en la búsqueda de justo lo contrario. La bajada de la cámara produciría un, llamémoslo así, bidimiensionalizado del plano, aplastando los personajes contra el fondo, aislándolos. Consideración, a mi juicio, errónea e infundada, puesto que el trabajo con la profundidad sigue siendo patente, y esa bidimensionalización sólo se produce en algunos planos cerrados de personajes que están de pie: contrapicados en los que sólo se aprecia el techo como fondo.
Muy linda la crítica y evocadora como siempre. Volveré a verla, a mí tb me impactó la profundidad de toque y la belleza narrativa, pero como mucho la he visto dos veces ;) Tus descripciones técnicas, para mi que no sé ná de ná, me servirán de gafas para re-verla. A mí me encanta, por ejemplo, esa cámara baja en e tatami, pero no me la había ni planteado, la disfruto y punto. Pues eso, que me fijaré en la mano de Ozu y no sólo en enjoymode.