Crítica de Declaración de guerra
Un servidor es de los que cree que, evitando caer en la humillación personal hacia particulares ajenos al carácter público, puede bromearse más o menos de todo. La coña es sana, liberadora; el mecanismo de la pura frivolización no me parece casi nunca censurable. Más que nada, porque este suele comportar bien una carga irónica bien una exorcización de los demonios y complejos del individuo o de la sociedad. Así que bienvenida sea cualquier manifestación de befa, la haga quien la haga. Y también es cierto, no sé si por una especie de prejuicio paternalista, que uno se siente más cómodo cuando ciertos temas espinosos son tocados desde la desmitificación por los propios afectados, por las, ejem, víctimas.
Y en ese mismo punto se encuentran Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm. Pareja en la vida real y en la ficción. Directora, guionista y protagonista femenina ella, parte masculina él. Y padres en ambos ámbitos (en la vida y en la ficción) de un niño al que de repente le diagnostican cáncer. O sea, que Donzelli se ha montado una especie de diario de bitácora oncológico, un retrato de sus vivencias cuando tuvo que transitar semejante infierno maternal. El del desconocimiento ante la enfermedad y el del sufrimiento tras el diagnóstico. El calvario de los padres por recobrar la salud de su hijo.
Pero rebobinemos, porque todo empieza un poco antes, en ese momento en que Juliette y Romeo (sic) se conocen, se enamoran y emprenden una vida juntos, todo emociones postefervescentes, velocidad y tocino, todo joie de vivre juvenil. Luego viene la convivencia, más tarde el pequeño y en cuanto sobreviene la enfermedad, llega el salto definitivo de maduración, que es ese que se da sin red. Y en este caso, además, al vacío. De nuevo: cáncer. Pero si hay algo que sorprende de buenas a primeras en Declaración de guerra, es su textura dramática.
En virtud de esa desmitificación de la que hablaba, de esa mirada nunca ajena a la comicidad, la afectación no eclipsa la película, el melodrama mucoso no se come el tono, porque la visión de Donzelli es clara, transparente y se puede permitir juguetear con todo y con todos. Transplantarse de un estilo a otro, saltar entre moods, entre enfoques, nadar libre por los meandros de su propio río. Y convertir toda su propuesta en una especie de revisión/puesta al día de los preceptos formales de la nouvelle vague. Esa nouvelle vague truffautiana que ya se había conocido a sí misma y una década después de su nacimiento ya se permitía conectar con la jovialidad de una generación que se comía el mundo sin necesidad de plegarse a discursos más o menos intelectualizantes. Ya no hay tesis -o ya está asumida-, ahora hay práctica. Ya nos podemos permitir la ternura más sencilla, la comedia más pura, el romanticismo más conmovedor y el drama más natural.
Como sea, y a golpe de chispa, Donzelli insufla un nuevo viejo aire (que no sólo recorre los sesenta y los setenta sino que también revisita los ochenta) a la actual comédie francesa y sienta la piedra de toque de lo que podría ser una especie de nueva comedia indie europea. Y de qué manera. Declaración de guerra es caleidoscópica en su forma, desprejuiciada en su juego de trilero genérico (hasta con el musical se atreve) y rica en guiños afines: está Truffaut (hasta el final: esa última secuencia, con cambio significativo, no engaña a nadie), pero también está un cierto Rohmer y hasta esa complicidad musical para con Los paraguas de Cherburgo.
Y con semejante rosal de referencias y guiños tan perfectamente engarzados en una historia inequívocamente, y en el mejor sentido del término, moderna, el resultado sólo puede ser uno: la segunda película de Valérie Donzelli es en el fondo una historia de amor, de comprensión, de complicidad; una película encantadora, emotiva, entrañable, fresca, divertida y, ante todo, sincera consigo misma, con sus padres ideológicos y su legado, y especialmente con su público.
Y en esas, se aparece esta como una película que en 2011 (ya 2012) va a su bola bajo el control de unas manos, las de la directora, que prestidigitan con mañosa facilidad e innegable fuerza visual: la suya es una realización con personalidad, nunca anodina, siempre pendiente del detalle, buscando la preocupación sutil, la rutina hospitalaria o el gesto de complicidad romántica. Y plasmando la excitación por el romanticismo juvenil o la algo más cruda realidad adulta, porque al fin y al cabo, en Declaración de guerra hay mucha peregrinación hospitalaria, tanta como en aquella maravillosa y radiográfica La muerte del señor Lazarescu; y aunque en la de Cristi Puiu el punto de mira se encontraba en un sistema capitalizado por una suerte de ridícula burocracia de la sanidad y en esta se trata de una interminable carrera contra la enfermedad, hay algo de absurdidad kafkiana en todo esto, cercana a la pareja que protagonizaba la odisea de La pequeña Lola de Bertrand Tavernier. Sólo que con una mayor querencia por la caricatura; compensada esta, menos mal, por una especie de magia cotidiana cómplice que (también afortunadamente) no llega al eccema de meninges que tan ricamente implantó la muy irritante mademoiselle Poulain en aquel su fatídico momento.
Y coño, que al final lo que queda de todo esto es el sabor dulce de haber asistido a algo imprevisible en tiempos de acartonamiento genérico y convenciones resecas, especialmente en una trama de padres vs. La Enfermedad, tan querida y explotada con grandilocuencia por el melo hollywoodiense. Y es que si la libertad cinematográfica es poder escapar no sólo de lo que el público espera sino de lo que la propia película exige de sí misma, entonces no hay duda: Declaración de guerra es puro cine libre.
8/10
Por Xavi Roldan
Agradecimiento: Manel Carrasco