Crítica de La desaparición de Eleanor Rigby
Veremos si finalmente queda para la posteridad de los circuitos alternativos reducidos o para el mercado doméstico en una versión del director, pero por el momento parece que no vamos a poder disfrutar de La desaparición de Eleanor Rigby tal y como Ned Benson la concibió. Es decir, como un díptico dividido en dos movimientos («Hers» y «His»), y sí en cambio como una versión compactada de ambos, que bajo el epígrafe «Them» es la que llega a las salas. Una especie de refrito comercial que reduce la bicefalia original de ciento noventa minutos a unas más manejables dos horas. Y por lo tanto siempre nos quedará la duda de si nos estamos perdiendo una obra mayor, mejor y más compleja que la que ha quedado o si por el contrario la tijera y el ensamblado le ha sentado bien y ha servido para recortar flecos. De momento podemos decir que si bien no nos encontramos ante el melodrama definitivo por lo menos sí ha llegado hasta nosotros una obra más o menos cohesionada -aunque irregular-, que parece contar todo lo que quiere contar y que utiliza unas herramientas no siempre acertadas pero por lo menos sí a menudo bien calibradas. Un drama romántico entorno a una pareja que acaba de romper y una visión más o menos poliédrica de la separación, la independencia y la interdependencia.
Con un título explícitamente beatleiano pero un aire inequívocamente neoyorkino, Benson nos explica, efectivamente, el proceso y efectos de una desaparición. La de una Eleanor que abre la historia casi in media res, queriendo desvanecerse, intentando suicidarse, siendo rescatada del East River y afrontando posteriormente todo aquello de lo que quería huir: de Conor, su ahora expareja, y sobre todo del motivo común que les llevó a la ruptura. Al respecto, Benson muestra una notable inteligencia en los planteamientos argumentales y en la dosificación de la información, primera sorpresa agradable de una película que nunca quiere correr más de la cuenta. Que oculta pero no manipula, que deja fluir sus motivos hasta que en el momento adecuado se van revelando las informaciones determinantes. De algún modo, se pretende heredera de la sencillez y honestidad en la plasmación del amor romántico de Un hombre y una mujer, referencia que no esconde y que de hecho evidencia en cierto guiño escénico, poco sutil pero unívoco. Benson pretende imprimir un ritmo fluido y quiere que todo brote con naturalidad, evitando sobrecargas dramáticas y cortocircuitos emocionales. Que los momentos más intensos se reflejen en su impacto en los personajes mediante un contraplano más que con un plano demasiado explícito. Que el pasado se vaya desplegando sutilmente y mediante pequeños detalles escénicos.
Y lo logra, a pesar de que su sistema genere algunas dudas. Porque aunque ese cuidado al detalle de realización está presente, el truco narrativo al que se acoge es un tanto más burdo: La desaparición de Eleanor Rigby no se entiende sin ciertos personajes secundarios que se revelan excesivamente necesarios en su papel de «pepito grillo» o más bien de confidente, un recurso guionístico un tanto delicado que antepone la pura verbalización forzada a la búsqueda de soluciones escénicas. Aquí una profesora excesivamente oportuna o un padre un algo protésico sirven como vía de escape para las necesidades de Benson, autoobligado a contarlo todo, intentando evitar el mostrarlo -en este caso mediante, por ejemplo, flashbacks-. Por otro lado, algunos diálogos parecen cargados de un subtexto demasiado evidente que subraya en exceso los temas de la película, en lugar de ofrecerles un soporte sobre el que desarrollarse. Abundan los diálogos tipo -Apenas te conozco / -Yo también apenas me conozco o -No quiero irme a la cama contigo, eres un extraño / -Tú también eres una extraña. Líneas que evidencian una cierta inquietud literaria, que colocan el libreto en un estado superior a la media de melodramas de sobremesa, pero que se dejan por el camino unos cuantos de los enteros de sutileza que caracterizan, por lo demás, el resto de la historia.
Y no se le puede reprochar casi nada a Benson en su faceta de realizador, cuidado. Sortea el síndrome televisivo con una planificación y una puesta en escena ricas y logra revestir de innegable solidez las escenas con más tendencia a la sobreactuación melodramática. Benson promete verdad y eso es lo que ofrece. Un despliegue de sensibilidad marcado por las dos interpretaciones principales, de unos Jessica Chastain y James McAvoy comprometidos y entregados, especialmente en el caso de ella. En semejante contexto pueden desarrollarse las inquietudes temáticas de la película con la calma y la serenidad, la transparencia y la sencillez necesarias: el dolor por la pérdida. La incertidumbre personal, laboral y sentimental (recordemos que esto trata de jóvenes urbanos en la treintena) y el temor por el cambio de una etapa vital a la siguiente. La necesidad de tomar decisiones y las consecuencias que comportan. Las distintas maneras de enfocar la vida y el pesar, y la posibilidad o no de convivencia entre ellas. Las relaciones entre padres e hijos. La dificultad o la necesidad de superar el pasado en un microclima de personajes que siguen enganchados a sus propios pasados (a la pérdida, a una exmujer, a una experiencia traumática).
La desaparición de Eleanor Rigby no es, reitero, la película definitiva sobre las relaciones sentimentales entre una mujer y un hombre. No revela nada que no supiéramos ya ni aporta nuevas posibilidades expresivas o artísticas al género. Y no, definitivamente no es todo lo buena que, temo, podría haber sido. Pero es uno de aquellos viajes que dejan un poso, que no parecen en vano, que siguen resultando memorables a pesar de que ya conozcamos el camino. Y si es así es gracias a su (paradójica) grandilocuencia sincera y honesta, a su sensibilidad y a la entrega total de sus responsables. Y de todo eso es difícil que no quede algo, un algo más valioso que cualquier posible limitación achacable.
7/10