Crítica de El día que Dios se fue de viaje
Bien sabía Dalton Trumbo que en ocasiones los dramas que se cuentan en voz baja, utilizando el microscopio antes que el telescopio, pueden resultar tan hirientes, o más, que los grandes relatos trágicos. Así como por ejemplo Chuan Lu optó por representar un enorme e impresionante fresco histórico cargado de épica y soluciones formales maximalistas para retratar la masacre de Nanking (Ciudad de vida y muerte), Philippe Van Leeuw se decanta, en su voluntad de mostrar el horror que se inició en la Ruanda de mediados de los 90, por una historia en particular.
El contexto de El día que Dios se fue de viaje es tan terrible como tristemente conocido. En abril de 1994 la tensión entre las dos etnias predominantes en el país, hutus y tutsis, finalmente quebró desembocando en un genocidio de los primeros hacia los segundos. Azuzadas por las facciones más extremistas y ciertos medios de comunicación y respaldadas por el gobierno, las milicias hutus iniciaron un proceso de exterminio de la minoría tutsi cuyas consecuencias sociales aún hoy resuenan.
Es en este «primer día» del genocidio, donde se desarrolla la acción de la película. Jacqueline, tutsi empleada en casa de una familia belga debe esconderse en la buhardilla tras la marcha precipitada de todos los europeos del país. Tras conseguir pasar desapercibida de la turba que termina saqueando la casa, Jacqueline decide salir al encuentro de sus hijos. Pero tras encontrárselos muertos, termina internándose en el bosque, huyendo de los hutus descontrolados que la persiguen machete en mano.
Atenazada por los recuerdos de las masacres y por el de sus hijos muertos, Jacqueline deberá sobrevivir en el bosque como pueda.
Un argumento simple, pero con un alcance demoledor, para una historia que con pocas palabras (literalmente, la película apenas tiene diálogo) cuenta mucho más de lo que parece.
Sin necesidad de echar mano de artificios narrativos y sin caer en lugares comunes ni en dramatismos exagerados. Esta es una historia seca y áspera, desnuda, casi esquelética (por no tener, no tiene ni música; todo transcurre entre gritos, silencios y jadeos) y por todo ello tan terrible como la mayor tragedia.
Narrando siempre y sin quitar la vista (la cámara) de encima de Jacqueline y su peripecia desesperada, primero huyendo sola, posteriormente acompañada de un hombre al que encuentra moribundo en medio de la jungla y a quien termina curando; tabla de salvación, o no, de la mujer. La relación que se establece entre ellos dos acaba siendo tan poderosa (ojo a su penúltima escena común) como extraña (la última). Pero sea como sea, él (Afazali Dewaele) termina siendo un actor, un elemento de atrezo más de la historia de Jacqueline, que es la que nos importa.
Así que Van Leeuw la sitúa en el centro del relato y la hace hablar (a través de una fabulosa Ruth Keza Nirere) con la mirada, con el gesto, silenciosa y atormentada la mujer. Un silencio que termina funcionando como metáfora de una humanidad obligada a enmudecer ante sus propios horrores y que al final sólo termina teniendo una solución: convertirse en un animal y echar a correr.
En este caso por una tupida jungla (tan tupida, igual de misteriosa pero mucho más terrible que la de Tropical Malady o El bosque del luto), símbolo del estado primitivo, salvaje e irracional del hombre que ha renunciado a serlo.
Y ojo, que aunque es un entorno terrible, en todo momento Van Leeuw nos priva de la explicación directa y excesiva, de modo que casi siempre la tragedia ocurre en off, fuera de plano, con un uso del «fuera de campo» tremendo. O bien situando la cámara a gran distancia del drama, con un plano muy abierto, desde el punto de vista de la protagonista. Lo cual jode más: el distanciamiento al que nos obliga el director mediante ese alejamiento «físico» choca de frente con el dramatismo de la escena y los sentimientos de Jacqueline. Léase el momento en que observa cómo un par de milicianos cargan los cadáveres de sus dos hijos en un camión. Por ejemplo.
Todo ello no quita de que sea una película visualmente bella en la densidad de su atmósfera y en lo evocador de algunos de sus planos, muchos de ellos a ras de suelo, con una cámara agazapada, como la propia Jacqueline, entre los matojos y las plantas.
Una película exigente para el espectador, dura y de recompensa lenta, pero a la postre realmente escalofriante. De no podérsela perder.
Trailer de El día en que Dios se fue de viaje
Valoración de La Casa
En pocas palabras
Una película dura como ella sola, exigente y sin demasiado lugar para la respiración para quien la ve. Y a la vez, una de esas que no hay que perderse.
gilixita, no es la primera vez que recibimos este comentario, y siempre respondemos igual.
Primero, no aceptamos el spam, el copypaste o nada similar.
Segundo, necesitamos saber cuáles son esas webs que mencionas.
Como seguimos sin recibir respuesta, eliminamos tu comentario por ir en ocntra de nuestra política, y de momento aquí nos quedamos, de brazos cruzados y a la espera de saber algo más…
Amen.