Crítica de Días de vinilo
En los mentideros de la musicofilia actual más o menos indie la gente no acaba de ponerse de acuerdo. ¿Vuelve definitivamente el vinilo o es todo una manifestación más de ese postureo hipster que apuesta por el amor a lo analógico y que ya parece a punto de cristalizar en el rescate del cassette? La verdad, ni se sabe mucho ni creo que pueda llegar a ser una cuestión realmente relevante para todos los que nos gusta la música pero somos ajenos al negocio. Al fin y al cabo, todo es una cuestión de costumbres y de convicciones: el sonido orgánico y musgoso de un vinilo no puede ofrecerlo ningún formato digital, la sensación de estar ante una pieza única en cuya experiencia interviene no sólo la audición sino también la propia liturgia de la reproducción no la ofrece un sistema que parece diseñado para ser escuchado y quemado. Por todo esto sorprende que una película tan hipotéticamente dada a la nostalgia por el formato long play resulte, en el fondo, un mero calco descolorido de tantas y tantas cosas vistas antes. Esto no es una loncha de 180 gramos única en el mundo con un artwork manufacturado con mimo por un monje tibetano que se gana sobresueldos pintando carpetillas para, no sé, Beck. No, esto es un sucedáneo cuyas frecuencias sonoras no superan unos rangos muy limitados, diseñada para evocar algo preexistente pero sin añadir nada original a lo que ya había hasta ahora.
Es, más concretamente, una especie de versión argentina de las comedias urbanas de colegas que se resisten a ingresar en la edad adulta y asumir los compromisos y problemas esos por los que tanto se devanan los sesos los protagonistas de las películas de Judd Apatow. Si apuramos un poco más, es la respuesta de un tipo a punto de dejar la juventud (el debutante Gabriel Nesci, guionista y director) a Alta Fidelidad, a su costumbrismo de tienda de discos y a su pulsión peterpanesca en el tratamiento paralelo del amor por la música y el amor por el amor. De modo que la sorpresa, ante una película como Días de vinilo, tiende al cero. Si acaso el interés radica en su presunta capacidad para conectar emotivamente con el target al que se dirige. Un target que es o parece ser -y ahí está el error o la incompetencia de Nesci- el mayor posible, en lugar del más específico posible. En otras palabras, estamos ante una película que pretende agradar a toda costa y al mayor número posible de espectadores, más que profundizar en los sentimientos e inquietudes de un sector muy concreto. Nada que objetar, claro, excepto en el caso que uno pretenda armar un relato de marcada componente generacional. Como es el caso.
Uno no puede construir una «loncha de vida» desde el punto de vista nostálgico (de los 80, para más señas) y emotivo y resultar tan impersonal en la exposición de los hechos. Ni partir de recursos estereotipados, personajes funcionales -cuatro amigos liderados por Gaston Pauls-, diálogos apañados pero reminiscentes de cosas anteriores y una capacidad metalingüística y autoirónica bastante fofa. Ni conformarse con evocar algunos de los elementos, ya lugares comunes, de este tipo de producciones: tiendas de discos, fiestas de amigos nostálgicos, la manic pixie dream girl de turno, el freak que antepone sus colecciones improfanables de goodies y muñequitos oficiales a las relaciones con las mujeres… Y de la misma manera no se entiende que una película tan centrada en la melomanía se sustente en unas referencias musicales tan rematadamente conformistas o simplemente obvias, con citas a los Beatles, los Rolling Stones, Eric Clapton, Rod Stewart, Phil Collins o Queen, ni en anécdotas musicales tan decididamente gastadas. La consecuencia de todo esto es que las temáticas de fondo -crisis sentimentales, frustraciones, búsquedas infructuosas de un lugar cómodo y calentito en la vida- son tratadas desde el humor (bien) y desde posicionamientos trillados y puntos de vista superfluos (mal, muy mal). A ratos, me temo, Días de vinilo no es más que una sucesión de anécdotas cómicas o emotivas engarzadas sin mucho rumbo y con poco mordiente, basadas en una estructura narrativa más cercana al medio televisivo que al cine.
No todo es malo, desde luego. Es más, de por si la película no tiene nada explícitamente negativo e incluso se guarda algún que otro as en la manga, como ese running gag con un Leonardo Sbaraglia muy acertado en su capacidad para la autocoña. Pero en realidad, esto no es más que una intrascendente comedieta ligeramente pintoresca y muy enfocada hacia la comercialidad, con las renuncias creativas que ello comporta. Parcialmente moña, completamente inofensiva y decididamente más simpática que realmente graciosa. Vinilo, sí, pero del de empapelar paredes: de verdadera pasión e inquietud musical, aquí, ni rastro.
5/10