Crítica de Dylan Dog: Los muertos de la noche
Tiene una baza muy a su favor el recuperar, a día de hoy, las novelas gráficas de Tiziano Sclavi sobre el detective de lo monstruoso, paranormal, o raruno en general, Dylan Dog. Aparte de un sugestivo apartado visual (teñido, al menos hasta donde llegó un servidor, de un blanco y negro radical), su lectura implica sumergirse en un más que bienvenido universo retro y con tufillo a caspa de buena añada. Historias simples, de entramado básico y demenciales twists, lo suficientemente bien contadas como pasar del hueco a lo naíf, de la serie B a secas, a la serie Z con encanto. No es extraño ver en las viñetas a vampiros, hombres lobo, zombis y demás bestias enfrentándose a un avispado Sherlock Holmes médium y su compañero, Groucho Marx; y confirmar que el bien gana al mal y que él se queda con la chica. Delicioso. Hacia esta diana, de lo intrascendente pero entrañable, es adonde dirige sus tiros la versión cinematográfica del cómic, dirigida por Kevin Munroe y protagonizada por Brandon Routh. Bien, buena idea, no había otra forma de plantearse el traslado a celuloide de la obra de Sclavi. El problema es que no acaba de quedar del todo claro cuánto de lo que se ve en pantalla es voluntario, y cuánto es a costa de lo deseado por el director, el estudio, o los guionistas (¡!).
Y es que hablando en plata, Dylan Dog: Los muertos de la noche es francamente… desafortunada. De argumento a caballo entre el plagio (la sombra de True Blood es alargada) y la idiotez, encrucijadas previsibles y personajes de un plano que asusta, la única salvación que tiene el film pasa por tomarse a pitorreo a sí mismo. Así, para empezar (y para no meterse en follones que no tocan) el argumento no pretende recuperar, sino más bien continuar la vida del personaje, una suerte de secuela en la que debe reactivarse como investigador paranormal tras haberse retirado y sobrevivir a base de pillar a parejas infieles con las manos en la masa y demás. Todo le va bien con su nueva vida, hasta que un hombre lobo se ventila a un par de humanos, lo que descubre una red de tráfico de drogas por parte de los vampiros, y de paso una búsqueda del poder máximo vía amuleto ancestral para lo que se usan zombis genéticamente alterados. Algo así. Todo muy salido de madre, y más se sale cuando uno de los muertos iniciales (el compañero de Dog) regresa en forma de muerto viviente parlanchín para seguir acompañando al héroe. Y todo muy low-fi, cutre salchichero que diría aquél, aunque garantizando un par de risotadas que no están nunca de más. Parece que el objetivo de asemejar el visionado de la película a la lectura de las viñetas va viento en popa, que el auto-pitorreo se establece como máxima. De hecho, tiene algún que otro gancho acertado: que la sociedad paralela en la que conviven los monstruos esté tan avanzada que hasta los zombis tengan un grupo de ayuda en plan alcohólicos anónimos es de lo mejorcito que ofrece.
Menos en serio parece que se tome a sí misma al contemplar su nivel técnico, increíble a estas alturas. Asistir al visionado de Dylan Dog: Los muertos de la noche significa volver a las épocas de nuestra Fantastic Factory: ni el Fausto de la desaparecida ramificación de Filmax contaba con tan pocos recursos. Una realización de piloto automático hecha el resto, y a fin de cuentas, más que un producto para la gran pantalla, parece que se esté asistiendo a un capítulo de Angel o Buffy la cazavampiros. En realidad todo ello (más lo primero que lo segundo) formaría parte del juego. Del mismo juego de asistir, en el presente, a un producto del pasado, retro (digo, vintage) y «deliciosamente pasado de moda». Sin embargo, noveno y séptimo arte aquí difieren, lo que puede valer en un mundo no puede valer en el otro, y que a un espectador le entren ganas de extraerse los ojos a cucharadas no entraba en los planes de nadie. Es de esperar, al menos.
Pero el caso es que entre argumento y puesta en escena, uno sigue en su butaca, más por curiosidad de saber hasta dónde va a llegar la broma que por otra cosa. Y oigan, hasta cae en gracia el desaguisado. Pero al final, la verdad no tarda en ver la luz. Cuando las voces en off dejan de ser un homenaje viñetero para convertirse en una monótona repetición; cuando el compañero no muerto, el tal Marcus (Sam Huntington), deja de ser gracioso para convertirse en una versión miedica de Jay (¡cuánto se acaba echando de menos al Groucho de los cómics!), cuando no hay un solo recurso fresco, divertido ni estimulante… cuando todo esto ocurre, se descubre que por encima de todo, este Dylan Dog aburre. Aburre porque no engancha, porque se pierde en un entramado simple y previsible pero ramificado en exceso, y porque en verdad, causa rechazo al verla. Es tan cutre que acaba cayendo (en especial en sus minutos finales) en lo sangrante. Y por ahí, por mucho corazoncito que se tenga, no se puede pasar.
Así que nada, pese al potencial del material original y al dulce momento que viven los géneros de chupópteros, licántropos y caminantes, Dylan Dog ha salido rana. Demasiado. Todo empieza bien para el paladar de quienes conozcan la obra original o acepten de buen grado propuestas algo más pukis de lo normal, pero no tarda en desinflarse. Y se ve venir desde lejos. Desde luego, vaya reaparición para un Brandon Routh que, si bien puede que haga el trabajo de su carrera, definitivamente acaba por enterrar el futuro que podía tener por delante.
4/10