Crítica de El árbol
No sé si es manera ortodoxa de empezar, pero ya lo digo así: las críticas han mimado a Julie Bertucelli y su nueva «El árbol» hasta la extenuación. Ha gustado en todas partes, a todos los públicos, ha henchido de orgullo a los australianos -tierra que ha presenciado el rodaje de la directora francesa junto a la también francesa actriz Charlotte Gainsbourg- y ha despertado un sentimiento de lo mágico, de lo misterioso contenido en (nos dicen) los gestos de la vida cotidiana, hasta el punto de ser considerada una de esas imprescindibles del año, regalito para connoisseurs de la obra original en que se basa, un texto de la australiana Judy Pascoe.
Y sin embargo a quien esto escribe, pues sinceramente, como decimos por aquí, txepi txepi.
No es una justificación, ni un marcaje territorial (La Casa is different, pero no siempre); es, no sé, un cierto estado de perplejidad personal, o de alarma semiótica, o algo así. O simplemente que no he logrado introducir mi dura cabezota en una historia tan pretendidamente sensible y sensitiva como la de Pascoe y Bertucelli.
Insensible no me considero. No en exceso, por lo menos. Y creo que la historia de la amantísima y amadísima esposa que de golpe y porrazo se queda viuda y acarreando par de churumbeles, así de entrada puede llegar a conmover al más pintado (especialmente si el alma de su difunto transmigra a una enorme higuera cuyas raíces circundan su casa). Pero es que no es tanto el qué -que también- como el cómo.
Ya debemos dar por asumido que toda historia de desolación-barra-esperanza que se precie debe prescindir de los recursos más trillados del melodramón setentero y ochentero de «Love Story» a esta parte. Que sepultar las emociones bajo edredones nórdicos de violines a punto de romper cuerda y hacer bailotear a los personajes por líneas de diálogo más chilladas que susurradas ya forman parte de una sarta de recursos culebronales indignos de cualquier película seria. Ya no es un valor añadido hablar de contención, contemplación, delicadeza y sensibilidad en una película sobre el dolor, el luto y la pena. Es simplemente un elemento necesario.
En ese sentido, pues sí, Bertucelli cumple y mueve su historia en el terreno de lo sugerido y de lo aparentemente apacible. El dolor se lleva por dentro, no hace falta berrear, ni hacer volar la vajilla china, ni prender mechas para la traca de tragedia griega. Entre otras cosas porque Charlotte Gainsbourg es una señora actriz, capaz de decir más con una mirada y un silencio que varias coetáneas con biblias de diálogo. Y porque no está sola, sino bien acompañada, especialmente por esa niña, la diminuta giganta Morgana Davies, que no por lucir un personaje algo irritante afina menos el tiro.
Y el tono. El tono y también el tempo y el enfoque; Bertucelli muestra en todo ello un admirable dominio propio de veterana (de la veterana que no es, a pesar de haber asistido a Tavernier o Kieslowski; casi nada) y no deja que en ningún momento su historia se le vaya de las manos. La sumerge en un líquido fijador y abrillantador para que se vea lo más hermosa posible. La parte formal de «El árbol» es casi, casi irreprochable, por lo menos como opción estética: gasta una fotografía preciosista, rica en texturas y bella en su iluminación, que nos sumerge en una Australia agreste, irreal, casi selenita; y una banda sonora delicada y sugerente, que sabe incidir cuando quiere y apartarse discretamente cuando el mood así lo demanda. Muy acorde todo ello con el ambiente de realismo mágico que pretende dar a todo el entramado. Muy con un pie en cada mundo (entre este y otro que se intuye), lo que le permite oscilar entre ambos para escorar a un lado u otro según convenga.
Lo que ocurre es que uno, y muy a su pesar, se impermeabiliza de todo esto. Cuando una historia viene tan lastrada de entrada por un abandono de la voluntad de ir más allá, de ofrecer algo nuevo, distinto, imprevisible, ya no hay aparato visual que pueda salvar los trastos. Ni poesía de lo cotidiano, ni metáforas arborícolas que vayan a cambiar el rumbo de lo rutinario: «El árbol» está esqueletizada por una columna vertebral con escoliosis; o más bien con osteoporosis, tan envejecida, tan usada, tan desgastada. Y sobre eso no hay quien sostenga nada. Seré más prosaico: «El árbol» está llena de lugares comunes, de personajes arquetípicos, de diálogos tópicos y de situaciones dramáticas que no pasan en muchos casos del cliché. Siempre oteadas por la poderosa (eso sí es) presencia de la higuera del título, símbolo conyugal de las memorias dolorosas que castran la creación de nuevos recuerdos. Pero todo visto cientos de veces en productos similares surcados por la estructura pareja feliz / viudedad / turbulencias del nuevo consorte / oposición de los hijos / reconstrucción de las ruinas.
Bien hecho a todos los niveles. Pero un bonito envoltorio para un regalo que ya tenemos repetido. Pena, porque la chica sabe lo suyo.
6/10
OK