Crítica de El Cairo, 678

¿Qué sabemos de nuestros vecinos del piso de abajo? No, no me refiero al pelmazo que baila Los Panchos a las 7 de la mañana como vigorizante ideal para empezar el día, estoy hablando de África. ¿Cuánto sabemos de la cultura africana? ¿Qué nos llega? Más bien poco: su música a menudo languidece en los comercios, relegada (sin sentido) a los estantes del mestizaje o, peor aún, a la new age. La percepción general que se tiene de su literatura se reduce a unos pocos nombres que han adquirido especial notoriedad como los de Wole Soyinka o Naguib Mahfuz. El cine sufre más o menos el mismo problema. A las dificultades financieras que siempre acompañan levantar una película (y que se hacen especialmente patentes en países en desarrollo o en situación de pobreza) hay que sumarle los problemas para su distribución, y a eso vamos: ¿Cuántas películas nos llegan al año del continente africano? A España, pocas. Muy pocas en realidad. Se cuentan con los dedos de las manos. Quizá de una sola mano. La mayoría provienen del norte más europeo, y casi ninguna del África subsahariana. En otros países, sin que nos pongamos a tirar cohetes, la afluencia de cine africano es un poco mayor, y nombres como los de Idrissa Ouedraogo, Ousmane Sembene o Youssef Chahine son más conocidos en los círculos cinéfilos. Esto ocurre sobre todo en los estados francófonos, gracias en buena parte a las coproducciones que Francia establece con terceros países que, muy a menudo, son antiguas colonias. Emmm. Nota a parte: Ya puestos, aprovecho para sugerir a Monsieur Canal+ y a Monsieur Gaumont que, siguiendo esa lógica postcolonial, se animen a invertir en el mercado español, por aquello de las guerras napoleónicas. Tienen mucha pasta, así que yo les recibía encantado.
Volviendo al tema: una de las películas con más números para ocupar un lugar destacado en la cuota de cine africano es la que nos ocupa hoy: El Cairo, 678 es la opera prima de Mohammed Diab, un joven guionista egipcio que se está labrando una sólida carrera y que con su primer largo como director traspasa las fronteras (físicas y mentales) para contarnos una historia tristemente común. A través de las experiencias de tres mujeres, el film retrata sin ambages el problema del machismo, derivado aquí en acoso sexual; una práctica que a juzgar por lo que vemos es tan terriblemente común en Egipto que a su lado aquí parecemos el colmo de la igualdad de género, cosa que no hace falta decir que no somos. Diab estructura una historia coral alrededor de sus tres protagonistas, que pertenecen a diferentes clases sociales y que se enfrentan a una misma problemática desde perspectivas que evolucionan hacia puntos en común y desencuentros a medida que avanza la trama. En un determinado momento de la narración aparece una cuarta perspectiva, esta vez masculina, que evita que la historia se estanque y sirve de eficiente contrapunto, revelando de paso la habilidad que el director tiene para llevar el guión a buen puerto.
Si todo el comentario anterior sobre el cine africano (sesgado e incompleto, seguro) nos induce a entender que las diferencias culturales son las culpables de que nadie se atreva a distribuirlo en Europa, la cinematografía egipcia lo tiene fácil para desmontar esa falsa idea. Su cercanía con esa cosa llamada «primer mundo» hace que películas como El Cairo, 678 sean accesibles para un público amplio y nada acostumbrado a formas culturales no predominantes. No en vano, Mohammed Diab estudió cine en Nueva York, y si bien es cierto que el pulso dramático de algunas escenas es un poco ampuloso, sujeto incluso a efectos de sonido que nos pueden parecer infantiles, no lo es menos que el conjunto no se resiente de ello, que la historia avanza sin traspiés, y que es muy fácil identificarse con los problemas de las protagonistas, pese a que vistan diferente, pese a que tengan un concepto de las relaciones sentimentales y de género que no siempre son las nuestras, pese incluso a que la historia avance por terrenos conocidos hacia un final previsible. El mérito de la película reside en que todo el engranaje funciona a la perfección. Mil veces visto quizá, pero efectivo, narrado con soltura, y con la maravillosa posibilidad de que, una vez salgamos de la sala, la película nos deje poso, la recordemos por encima de todas las horas de consumo audiovisual diario.
Conviene que aclaremos algo: Mohammed Diab sabe a qué juega, no nos engañemos. Su estilo, formal y de fondo, coincide en ocasiones con el de realizadores como Alejandro González Iñárritu. Igual que el mejicano, Diab se sirve de la cámara al hombro y de la luz degradada para contarnos una historia que se fragmenta en el tiempo y en el espacio, para tejer una trama con vocación generalista que nos permita entender el alcance del problema. También la música tiene aquí un papel destacado, actuando como telón de fondo de la historia, llenando los espacios vacíos como si fuera ruido ambiental y punteando el desarrollo de los acontecimientos hasta los estallidos rimbombantes de que hemos hablado antes. Sin embargo, a diferencia de los últimos trabajos de Iñárritu, El Cairo, 678 huye de la afectación y de una cierta impostura capaz de lastrar el mejor de los relatos. Podemos objetar que la película es un poco irregular. El segundo acto se ve condicionado por un giro que se me hizo un poco inverosímil, pero la historia sobrevive. Igualmente, las tres mujeres experimentan el problema del acoso desde un ángulo muy parecido, quizá demasiado. Si bien sus reacciones son diferentes, la construcción de los personajes nos lleva a pensar más en un monstruo con tres cabezas que en tres perspectivas autónomas capaces de abarcar toda la magnitud de la lacra del machismo. Todo ello no beneficia al film, pero la historia y la puesta en escena son suficientemente sólidas como para aguantar estas objeciones y sobrepasar con creces al típico panfleto de denuncia. Con una trama bien enhebrada, todo en esta película está vivo y se ve con interés. Sin correr grandes riesgos formales, sin pretender pasar a la historia por carácter innovador, Diab construye una opera prima sólida y muy apreciable. Con suerte será el preludio de una buena carrera.
Un último apunte: Una de las protagonistas de la película es una actriz llamada Bushra que, pese a su juventud, es una celebridad en Egipto. Inquieta y precoz, ha presentado programas de televisión, ha trabajado en sitcoms y en dramas, ha hecho papeles de lo más variado en el cine y ha publicado un disco. Además de protagonizar el film que nos ocupa, Bushra es su productora ejecutiva, como parte de su trabajo en Dollar Film, una de las grandes casas de producción egipcias. Una todo terreno que construye aquí una mujer frágil y contradictoria, quizá la más atrapada en el conflicto de la historia. Bushra es un ejemplo de superación para la misma sociedad que ilustra la película. Y quizá éste acabe siendo un papel involuntario para el film: estrenado en 2010, puede que con el tiempo quede como un retrato de la sociedad egipcia previa a la revolución que tuvo como centro la plaza Tahrir. Como un paisaje antes de la batalla, quizá la película funcione como el prólogo de un estado social y de valores (nada se habla de política en ella) que se encuentra hoy inmerso en un profundo cambio. Esperemos que sea para bien. Esperemos que cineastas como Mohammed Diab puedan contarlo.
7,5/10
Por Manel Carrasco
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Manel Carrasco es uno de los cracks del análisis y la recomendación cinematográfica. Por aquí creemos que empezó a ver películas antes de aprender a respirar siquiera, motivo por el que sus conocimientos en materia sobrecogen. A la que puede, nos regala una de sus reseñas para La casa

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