Crítica de El club
Llega esta semana a salas, acompañada por el prestigio y las buenas críticas durante el pasado festival de San Sebastián, así como el Oso de Plata y el Gran Premio del Jurado obtenidos en la Berlinale, la nueva obra cinematográfica de Pablo Larraín, El club (2015). El director chileno, a quien recordamos por su anterior film, el magnífico No, de 2012, tenía la responsabilidad de cumplir las expectativas generadas por sus éxitos anteriores, y lo cierto es que ha demostrado que su calidad cinematográfica no es producto del azar. De entrada, es necesario dejar claras las cosas y afirmar que esta es una película impecable, brillante en todos sus niveles. Veamos ahora por qué.
Como se ha visto en las últimas producciones, el cine latinoamericano, tal vez el más destacable de los últimos tiempos, ha reivindicado su importancia internacional con propuestas sumamente interesantes que ahondan en cuestiones inherentes a su historia continental, mediante un tratamiento rico en matices, sin abandonar los rasgos propios. La que hoy nos ocupa aborda un variado conjunto de temas, desde la pederastia en el círculo eclesiástico hasta los devastadores efectos de las dictaduras de la segunda mitad del siglo XX. El club arranca con una cita bíblica, en concreto, del Génesis: «[…] Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que era buena«. Y es que la culpa y el pecado permean toda la película a lo largo de los aproximadamente 100 minutos de metraje. Se nos presenta un paisaje marítimo chileno, un pueblo remoto y gris de belleza desoladora, donde un grupo de ex sacerdotes, recluidos en una especie de hogar comunitario de arresto domiciliario, cumplen pena por diversos crímenes cometidos. Han eludido la prisión convencional acogiéndose a un régimen de retiro con férreas normas de disciplina y pasan sus días rezando y entrenando a un perro, un galgo de carreras que participa en las competiciones locales —como licencia al voto de pobreza—.
Un inesperado suceso violento provoca que este tranquilo orden cotidiano se trunque, ante la llegada del padre García, sacerdote enviado desde la élite administrativa para investigar los hechos ocurridos. Progresivamente, en paralelo a las investigaciones y entrevistas de García, aparentemente incorruptible, se van desvelando los inefables delitos del pasado de cada uno de los hombres de Dios: abusos sexuales a menores, tráfico de recién nacidos, filiaciones al régimen dictatorial, entre otros. Aquellos inofensivos ancianos, dirigidos por una tímida hermana de la Iglesia, pronto se alzan como deudores de un pasado oscuro, a pesar de los constantes intentos de estos pecadores por justificar o matizar sus actos, siempre aludiendo a cuestiones circunstanciales.
La compleja historia, con un guion más que notable —obra de Guillermo Calderón y Daniel Villalobos junto con el propio Larraín—, está narrada con la destreza de una cámara precisa, que se mueve entre la belleza paisajística y las acciones de los personajes, acercándose sin irrupciones intempestivas a los acontecimientos y sus protagonistas, con primeros planos que resaltan las excelentes actuaciones de Jaime Vidal, Antonia Zegers, Roberto Farías o Marcelo Alonso, el impertérrito sacerdote-detective García. En este entorno frío y apacible, bajo el cual fluyen torrentes de abyección y secretos onerosos, algunos de los habitantes del pueblo resultan ser también cómplices o incluso víctimas, quienes, ante la incapacidad de reparar sus vidas, han ido a parar a un purgatorio particular, sufriendo en carne viva las consecuencias de los profundos traumas. Los hechos acabarán confluyendo en una bien ejecutada catarsis final, sin fisuras, en la que se comprobará que, en esta producción, una de las mejores películas del año, nadie está a salvo de mancharse de culpa. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Trailer de El club
Valoración de La Casa
En pocas palabras
Pablo Larraín sigue asestando tortas como panes a ritmo de obra maestra tras obra maestra. El club es tan dolorosa como imprescindible.