Crítica de El Havre

La Historia, dicen, la escriben los vencedores. La verdad, no sé cómo va a tratar la posteridad y el paso a la cuarta dimensión a nuestro panorama cinematográfico. Cómo va a ser recordado dentro de cinco, seis, diez décadas el fin del siglo pasado, el principio del actual, cuando un manto bien de distorsión, bien de lucidez vaya posándose como el polvo sobre nuestro legado fílmico. Pero sí sé una cosa: a los por entonces cinéfilos deberá importarles un carajo quién se labró la popularidad y la fama cuando los que verdaderamente abrieron camino y dejaron una impronta creativa fueron un puñado de avezados que lo que hicieron fue, básicamente, ir a su puta bola. Y construir su propio ideario cinematográfico a partir de la pura independencia creativa. Si la humanidad de repente cobra conciencia de su propia finitud frente a la eternidad, consagrará a gente como Aki Kaurismäki.
Y el caso es que si de algo puede escapar el realizador finés es de la grandilocuencia de discursos como esta misma introducción que acabo de despachar. En el fondo, el de Kaurismäki siempre ha sido un cine de la sencillez, de lo diáfano, de lo directo (más claro imposible: tres de sus obras conforman una llamada «trilogía del proletariado»). Un cine injustamente condenado al reduccionismo del «se entra o no se entra»: en el fondo, sus temáticas son tan universales que por fuerza se tiene que entrar. Y si no se produce la conexión automática es a raíz de prejuicios y rechazos previos poco fundamentados. Quizá una metodología ascética y un apartado formal aparentemente frío alejan a Kaurismäki del «gusto generalizado» (de nuevo, el concepto me parece falaz), pero esa universalidad de sus temáticas en el fondo gira alrededor de los conceptos de felicidad/búsqueda, amor/soledad y sueños/realidad.
En todas sus películas sus personajes han sido (falsos) constructos que trascendían la aparatosidad de sus caras más superficiales (la impasibilidad de la asesina de La chica de la fábrica de cerillas, el hieratismo del Hombre sin pasado, el peculiar fatalismo de la pareja de Nubes pasajeras, la maleabilidad emocional del protagonista de Luces al atardecer, la caricaturización del hecho artístico de La vida de bohemia) para convertirse en modelos puros de representación de sentimientos y posicionamientos ante la vida.
Y El Havre no es menos en esta tendencia. Su protagonista acaso podría ser uno de los tres personajes que focalizaban la atención de La vida de bohemia. Ese tal Marcel Marx (interpretado en ambos casos por André Wilms) era allá un vividor con ideales que terminaba poniendo en crisis sus propios preceptos vitales en un París en blanco y negro (quizá el mismo de Garrel o de Rivette). Mientras que aquí es un (intuimos) resucitado que ha encontrado en la ciudad portuaria y en sus colores y texturas un lugar donde alcanzar la paz espiritual, en medio de una comunidad de (también intuimos) desclasados que han terminado por necesitarse los unos a los otros y establecer un sistema de compañerismos y afectos. ¿Qué le ha ocurrido a Marx entre La vida de Bohemia y El Havre? No lo sabemos a ciencia cierta, pero el paso del tiempo y un cambio de siglo probablemente tengan mucho que decir.
También en la propia concepción de la vida de Kaurismäki. Lo dicho, probablemente. Pura depuración estilística, El Havre no rompe con la carrera del director. Al contrario, la complementa, la enriquece. La extensiona como una continuación lógica pero añade matices. Porque, si bien un humor siempre ha recorrido horizontalmente toda su filmografía, no es hasta El Havre que este aparece sin complejos ni excusas. Porque la negrura, la desesperanza cómica o la ironía más sangrante hacían acto de presencia desde sus primeras Sombras en el paraíso, Ariel, La chica de la fábrica de cerillas. Y llegaban al paroxismo en Nubes pasajeras, en Juha, en Un hombre sin pasado. Pero en El Havre el humor certifica definitivamente su presencia, la comedia se hace corpórea, aparece abiertamente. Y no deja indiferente, claro. Descoloca al principio, pero reconforta al poco.
Probablemente sea así porque aquí choca en todo momento y con buscada insistencia lo naturalista (trama «social» casi de concomitancia con los Dardenne de La promesa) con lo teatral (el tratamiento de la luz o el planteamiento de las interpretaciones). Lo reconocible con lo dramáticamente forzado. El retrato social con el cuento de hadas. Porque la reducción del discurso a unas líneas maestras, a una inopinable simplicidad, a un guión y puesta en escena ebúrneos hacen de El Havre una suerte de representación de la franqueza, de la sinceridad. De la verdad. Lo cual, para quien se asome a la filmografía del finés por primera vez, podría no dejar de resultar chocante. Pero no es extraño en verdad en un director que, como decimos, siempre ha jugado a la colisión y la aparente contradicción formal y conceptual en virtud de la cual sus películas gritan en silencio y su humor se expresa entre lo que parecen lamentos. Su alegría, su joie de vivre suele ser lacónica y hierética. Como decía hace un momento, no en El Havre.
Aquí predomina el optimismo redentor en el que la dureza de algunos de sus pasajes (el contenedor lleno de inmigrantes ilegales) termina por diluirse en un acto de responsabilidad autoral –y no todo lo contrario: no hay frivolidad en las palabras de Kaurismäki- marcado por la voluntad de llegar a los lugares más luminosos del alma humana: la generosidad, la solidaridad de grupo, el amor. Lo dicho, pura redención de unos personajes que se intuían (o se intuirán: ese policía) faltos de paz interior.
Pero con todo Kaurismäki logra, apelando a una especie de bonhomía chapliniana, llegar al tuétano de la bondad sorteando lo epidérmico de los ejercicios de condescendencia progre y las limpiezas amaneradas del alma. No todo el mundo se lo podría permitir. Él, gracias a su movimiento de total coherencia estilística, sí.
Mucho se ha hablado a lo largo de la carrera del director de su incólume cinefilia y su profunda reverencia hacia algunas de las figuras más respetables de la historia del cine, mucho más allá del ejercicio estéril de evocación fetichista o de la pura mitomanía. Y se ha concretado con el estreno de El Havre, cercando el discurso crítico alrededor de una colección de nombres que podrían estar contenidos entre fotograma y fotograma. Las citas van de lo obvio (los guiños a Becker o Carné a través de los nombres de algunos personajes) a lo sutil: podemos hablar de Renoir, si se quiere de Vigo; y hay no solo una «textura narrativa» bressoniana, sino también una colección de personajes que podría poblar una de las historias del director de Mouchette. O un toque de melo propio de Douglas Sirk que recorre esta y anteriores películas kaurismäkianas.
Y podríamos seguir tirando del hilo y extender nosotros nuestra identificación de referentes posibles hacia otros terrenos: el italiano del neorrealismo; el polar, de Melville (austeridad y frialdad –de frío, no de frigidez- escénica) o no necesariamente de Melville (una cierta iconografía policíaca y de espionaje); el drama del Fassbinder más terrenal y menos –con perdón- petardo; el guiño a la nouvelle vague rama Godard y sus contrastes cromáticos de los sesenta; o incluso el cine independiente americano (un marcado espíritu rock).
Pero sea como sea El Havre es, con la ruptura, la evolución, el optimismo vertebral que se quiera, puro Kaurismäki. En encuadre, en planificación, en métrica, en montaje, en tono, en transmisión de sentimientos, de verdades, de estados espirituales. Y eso es lo que, indefectiblemente, va a seguir proyectando al director hacia el futuro, hacia una legión por llegar de cinéfilos irreductibles del mismo modo como forma parte ya de una gran parcela en la emotividad de nuestros propios recuerdos y vivencias fílmicas. Sonará repelente, pero esto es así. A Kaurismäki se lo ama. Y con El Havre, que crece y crece en el recuerdo tras su visionado, se lo ama más y mejor.
9/10
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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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Comentarios

  1. Pues a por ella. No conozco a Kaurismäki, sólo he visto "La chica de la fábrica.." y me gustó mucho. Hoy he leido en "El Periódico" una entrevista con él y….. me he enamorado. Me ha parecido un hombre superinteligente, supersensible, superlúcido y supersocarrón. Y tú 9 y tu preciosa crítica (y el "optimismo vertebral", para qué vamos a enganñarnos, que de que me parta en dos no tengo ganas) me ponen ya el cohete en el culo.

    Si me quiero poner con él, dime tres por orden de disfrute plis (de disfrute mío, no tuyo ;)). Y zenksalot.

  2. Pues la verdad es que puedes empezar por donde quieras. Y ver todas las que quieras. Pero si tengo que elegir tres y sólo tres (eso sí, sin orden ni concierto), casi me quedo con "Nubes pasajeras", "La vida de bohemia" y "Un hombre sin pasado". Habría colado "La chica de…", pero me la ahorro por aquello de que ya la has visto…

  3. Y colado: Kaurismäki firma uno de los cortos de "Ten Minutes Older", una de esas cosas que TIENES QUE VER SÍ O SÍ. Se trata de dos recopilatorios ("The Trumpet" y "The Cello") de cortos de diez minutos realizados por algunos de los mejores directores del mundo. A saber: Godard, Wenders, Herzog, Erice, Jarmusch, Bertolucci o Spike Lee.

    IMPRESCINDIBLES; especialmente "The Trumpet", que está entre mis intocables

  4. Ok, ok, sé de los recopilatorios pero no los he visto. Me pongo con todo. Zenks jukebox.

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