Crítica de El hijo del otro (Le fils de l’autre)
Ponemos en grito en el cielo cuando una película, de tan rompedora, cae en lo moralmente cuestionable o lo políticamente incorrecto. ¡Destierren a Pasolini! ¡A la hoguera Deodato! ¡Que alguien encarcele a Srdjan Spasojevic por A Serbian Film! Sin embargo, no tenemos ningún problema, es más, hasta premiamos propuestas que son abiertamente un atraco a mano armada si no en sentido monetario, cuanto menos de ánimo, o directamente neuronal. Porque qué duda cabe, el trabajo de Lorraine Levy tras la cámara de El hijo del otro es correcto, ya entraremos en detalle (o no) pero desde luego no se puede decir que sea una película mal hecha de manera deliberada; como lo es un guión que define bien a sus personajes y, dejando por un momento de lado la opinión de un servidor (que ve la imperiosa necesidad de echar algo de sangre en sus venas de horchata), juega bien sus cartas. Por no hablar de lo que es genuinamente bueno en ella: las interpretaciones. El problema está en sus desvergonzados objetivos, que pasan por aprovecharse de temas y problemáticas reales para anclarse de forma automática en eso del Cine Social que, de entrada, le haga ganar el aura de intocable que este género otorga: «No es que sea mala, es que es comprometida, y si la criticas es que eres un racista». De esas que un buen puñado de espectadores aceptan de manera automática sin pararse siquiera a pensar en las bondades del film en sí: ¿Te ha gustado? Mucho. ¿Por qué? Porque habla de unos temas que…
Pues bien, al menos a este lado de La Casa, ese es un cine infinitamente más denunciable. Un cine rácano, un cine maligno a extirpar cuanto antes mejor si se quiere velar por el correcto, sano desarrollo del séptimo arte. Atención: durante el conflicto palestino-israelí, dos bebés neonatos fueron intercambiados por error en un hospital, yendo a parar a las familias contrarias. Una palestina, la otra israelí. Ahora que los retoños ya son bastante mayorcitos (uno está a punto de entrar en el ejército, el otro vive en París) se enteran del embrollo, y toca poner las cosas en orden. Premisa trillada hasta la saciedad en todas las variantes imaginables, pero que tanto da, puesto que habla del conflicto en cuestión. Y desarrollo igualmente previsible: sin ningún pudor, El hijo del otro se sube a unos raíles que tan sólo desconocería el neófito que tuviera en ella su debut como consumidor de películas (¡pobre!). Y aun así, algo de su previsible final(idad) intuiría, en todo caso. Es violento, insultante incluso, asistir a semejante declaración de intenciones desde tan pronto: no se necesita más que la lectura de la sinopsis para saber exactamente qué va a contar y las moralejas que pretenderá inculcar la Levy (y sus otros dos co-guionistas). Y no se necesitan más de un par de minutos de visionado para saber cómo y en qué tono lo hará. Pueril. Y muy, muy básico, siempre apostando por la banalización y la sensiblería en detrimento de un discurso que requiere de acercamientos mucho más profundos.
Con la total carencia de innovación por bandera pues, el film deambula argumental y formalmente por los terrenos más casposos del cine occidental. Por aquí ya hemos pasado demasiadas veces (y hace tiempo caminábamos con gusto) y creíamos no tener que volver a hacerlo. No hay nada malo en recuperar historias ya manidas, o bien optar por un estilo formal clásico, pero en algún momento es de esperar que el artista quiera trascender, dejar su marca, salirse por la tangente o innovar en algún aspecto de su obra. Nada más lejos. Mientras la trama se va encaminando desalentadora hacia un devenir que, insisto, adivinamos al detalle (se entiende perfectamente qué personajes tendrán mayores conflictos a la hora de aceptar la noticia; puede dibujarse perfectamente un esquema con la escaleta del guión, acertando sin problemas cuándo tocará la reunión entre familias, cuándo la charla entre éste y aquél…), las formas se apoltronan en una (im)personalidad tan correcta como carente de todo interés, y para mayor inri el tempo se detiene casi del todo, confundiendo sutileza con mero aburrimiento y suponiendo, en conjunto, una losa que en cualquier otra situación. Y es que negando en rotundo toda opción por tomar partido en el terreno que sea (más allá del «no a los conflictos, conflictos caca, todos somos iguales»), El hijo del otro tampoco es capaz de posicionarse en drama o comedia, quedando en una masa informe sumamente apática. Pero claro, esto es cine comprometido, y aquí todo vale.
Pues no, no vale. No vale que hilvanes una disertación de semejantes características y lo relegues todo a la mayor de las superficialidades, no vaya a ser que tu discurso se salga de lo que hasta el último de los espectadores pueda asumir; no vaya a ser que la cantidad de pañuelos a emplear sea inferior al 70% de butacas ocupadas en la sala. No vale que recurras a la fórmula automática que lleva obsoleta al menos un par de décadas, disfrazándote de autora comprometida y autoconsciente de la relevancia moral de tu película. Y no vale que en última instancia, recurras a un reparto excelente, causante de una salvación in extremis, para maquillar una mona que en verdad es denunciable. Al menos podía haberse decantado por la comedia, demonios. Que insisto, es correctísima, ella. Pero estas cosas matan al cine.
3/10