Crítica de El mayordomo (Lee Daniels’ The Butler)
Es perfectamente lícito, o lo era, sentir recelo ante lo nuevo de Lee Daniels, si no directamente pánico. El director ha gustado hasta ahora de machacarnos nuestras consciencias con su torture porn emocional (Precious) o de ponernos al límite del frenesí con sus caricaturas feístas y dramáticamente atolondradas de un mundo, dice él, obsesivamente inhabitable (El chico del periódico). No nos gustas, Lee Daniels, pero creo que nosotros tampoco te gustamos a ti. Pero parece que ni él ni nosotros somos personas rencorosas, así que ante algo como El mayordomo cabe refrescar los ánimos y apaciguar las acritudes: nos pensábamos que en esta la historia -basada en un artículo aparecido en el Washington Post- sobre un afroamericano que sirvió en la Casa Blanca durante ocho legislaturas íbamos a sentirnos otra vez violentados por la decadente torpeza expositiva de Daniels y nos equivocábamos. Y él, por su parte, ha optado por subir un peldaño el rigor de su discurso y templar sus histrionismos en pos de un clasicismo más adocenado pero también más efectivo en la transmisión del mensaje. El mayordomo es carne de beneplácito crítico y popular masivo, de premios y de posición cómoda en el establishment cinematográfico americano. Y tiene sus virtudes.
Muchos han querido ver en la historia deDanny Strong una especie de versión negra de Forrest Gump. Podríamos estar de acuerdo de aceptar la comparación superficial: este repaso a los greatest hits de la segunda mitad del siglo XX en Estados Unidos viene articulado por la figura de un hombre ejemplar que ve desfilar ante sus ojos el zeitgeist de una época. Y especialmente el devenir social de una comunidad, la afroamericana, a través de los hechos clave de la lucha por los derechos humanos y de los presidentes que se han sucedido y han intentado, de una u otra forma, en mayor o nula medida, conciliar posturas. De los años 50 a la presente década, por aquí desfilan Truman, Eisenhower, JFK, Johnson, Nixon o Reagan, todos ellos interpretados por una galería de actores-cameo que imprimen un tono de comicidad teatralizada a la representación. Y he aquí la gran diferencia con la película de Zemeckis: aun empapada de una profunda nostalgia, aquella pretendía dar una versión neutral de los hechos. Daniels en cambio se coloca, tras su máscara de temple, en lo combativo. Lógico, habida cuenta que esto empieza reminiscente de El color púrpura en una plantación de algodón, en la infancia del protagonista, y se pretende postular como una mirada hacia la opresión y la injusticia sufridas por el hombre negro en la América de las últimas décadas, planeando aún el fantasma de la esclavitud. Daniels se centra muy especialmente en la evolución de los derechos humanos, en episodios lamentables de la opresión étnica, incluidos unos últimos estertores del Klan, y en personajes clave como Martin Luther King o Malcolm X.
Daniels apuesta pues por la calidez humana más que por el relato únicamente politizado o bien simplemente telegráfico de los hechos. Traslada su narración maximalista a un contexto más mínimo (relativamente, estamos hablando de un mayordomo presidencial) y se fija en cuestiones de índole más íntima, personal y doméstica; traza un fino desarrollo de personalidad de su protagonista y hace un barrido sobre su entorno familiar: sus dos hijos, uno de ellos profundamente activista y su esposa, con ocasionales problemas etílicos. Y a pesar de que el realizador confía en el impacto superficial del reconocimiento de esos hechos por parte del espectador ávido de coleccionar momentos históricos (casi como nota exótica más que como auténtico bastión del drama) y tira de imágenes de archivo, su película termina buscando en todo momento el corazón y el alma. Y aboga por una sinceridad alejada de sus anteriores propuestas, siendo esta muchísimo más serena e infinitamente menos operística que aquellas, menos agresiva, más sutil y, por lo tanto, más efectiva. Daniels puede hablar con tranquilidad y cierta minuciosidad de la dignidad, la paciencia y la sumisión de un personaje que representa un pueblo entero que ha tenido que sonreír y poner la otra mejilla a lo largo de las décadas. Y también puede hablar de la liturgia como máscara y la autenticidad de los sentimientos como modo de vida subterráneo.
De modo que son los momentos de intimidad los que tiran adelante la propuesta. Momentos de una emotividad notable (también reconocible y muy complaciente) lograda especialmente gracias a los intérpretes principales, que detienen el torrencial flujo historiográfico y centran en sus personas el auténtico interés del drama, más allá del glosado de momentos memorables del siglo: Forest Whitaker sigue conservando esa cualidad de hacernos creer que nos encontramos con un viejo amigo a cada película que protagoniza y condensa de nuevo esa mezcla de cercanía reconocible y peculiaridad, de microheroísmo y cotidianidad. Mientras que Oprah vuelve a destacar en un papel a medida, recordando que es una actriz solvente, más allá de su condición de magnate todopoderosa, y que cada vez que ha dejado verse en cine, más allá de motivaciones empresariales también ha sido garantía de un buen entendimiento del equilibrio entre profesionalidad y propaganda.
Acusada de un cierto didactismo, la verdad es que El mayordomo no siempre logra dianas en esa su voluntad emotiva. Y no siempre se sustenta en momentos estilísticamente sólidos. Al contrario, alejado del paroxismo formal de sus anteriores títulos, Daniels peca de academicismo, pulcritud y conservadurismo en sus propuestas estéticas de modo que se sitúa en una especie de punto indeterminado en el alcance de sus logros: aun bastante parecida a aquellas en su carácter de conciliadora y autocomplaciente, esta película es bastante más elegante y temperada. Tanto que no logra sacudirse un cierto tufillo anaftalinado a telefilme con dinero e influencia detrás, en pugna directa con esa insistente búsqueda de la verdad y la lógica narrativa presidida por los sentimientos. Eso puede restarle seriedad y trascendencia al asunto colocándolo en un limbo un poco incómodo y extraño habitado por esas películas con alma de melodrama televisivo y cuerpo de gran producción hollywoodiense o quizá lo justamente inverso.
El mayordomo no entrará, en fin, en un hipotético gran arco en el cine moderno trazado entorno a la condición afroamericana por títulos imprescindibles que irían de Sounder o Killer of Sheep hasta Los chicos del barrio pasando por Haz lo que debas o Malcolm X. Pero tampoco podemos negarle un notable poder de atracción y seducción comercial y la capacidad para gustar en mayor o menor medida a todo el que no quiera ponerse muy quisquilloso con este tipo de productos moderadamente impersonales y con pretensiones, más o menos logradas, de gran fresco americano.
6’5/10