Crítica de Elena
Hace ya casi una década que Andrei Zvyagintsev se ganaba con El regreso un inesperado prestigio crítico e incluso un moderado éxito popular fruto de un boca-oreja que lo colocó en la parrilla de salida de la carrera del cine con vocación de autor. La película, sin ser una obra maestra, sí revalidaba ciertos estilemas de un cine soviético con nombre y apellidos, formalmente depurado y épico en su alcance emotivo: muchos quisieron ver en el joven realizador un continuador de los principios éticos y estéticos de otro Andrei, Tarkovsky y, por ende, la gran esperanza creativa de un país que, por lo demás, aún hoy no suele trascender el grueso de su producción cinematográfica allende sus propias fronteras.
Ahora, varios años después y con los ánimos enfriados (ni siquiera pudimos disfrutar por aquí de su segunda película, Izgnanie), reaparece el director con un nuevo producto bajo el brazo, esta aún más perfeccionada Elena que no sólo supone una sorpresa inicial sino que, a la luz de los hechos, representa un paso seguro hacia un futuro que podría ser aún más brillante.
Sin embargo, ya no cabe hablar de Tarkovsky, o menos de él que de otros nombres ilustres de la cinematografía rusa. Quizá haya que mirar más hacia algunos ejemplos concretos en los corpus creativos de Mikhalkov o Konchalovsky o, muy especialmente, de Sokurov, hoy día el mejor cineasta en activo del país. Desde luego, la carrera de Zvyagintsev sigue siendo demasiado joven, pero de seguir por donde apunta, podría llegar codearse con los citados o incluso con los grandes popes del cine de autor europeo.
Especialmente porque Elena no sólo se presenta como un drama familiar de cocción lenta pero la cantidad adecuada de cianuro en el puchero como para matar a una manda entera de chacales del Cáucaso, sino también como una deseperanzada visión a los sistemas sociales del país. Una visión que puede resumirse en una simple frase, por otro lado bastante universal y aplicable a todo organismo que posea un cerebro desarrollado: la cordura se va al garete por culpa de la pura y simple avaricia.
Pero no sólo. Elena refleja, a través de la historia de una mujer que se debate entre su rígido marido, ricachón reticente a aflojar la mosca para con el hijo bala perdida de ella, la insostenible situación de un país que parece en una permanente situación de basculación entre lo malo y lo peor. Un clima en pleno chup chup, sumido en una tensión de difícil salida entre la población y los estamentos políticos, al borde de la represión, siempre sin rebasar esa presunta democracia. Un estado que le pide a sus habitantes que tomen responsabilidades cuando sus propias estructuras son las primeras que se están tambaleando a causa de la crisis existencial que surge del choque entre la presión por ser una gran potencia y la supervivencia de los valores más arraigados, los restos de un sistema que, lejos de morir definitivamente, sigue agonizando.
Esto es, el camino torcido y jamás completado que lleva de un estadio sociopolítico al siguiente sin que nunca haya quedado demasiado claro cuál es peor. Si el que queda atrás o el que se extiende hacia adelante: lo cierto es que la desazón por el porvenir que transmite la película es terrible, casi punki en su «no hay futuro». Aquí no sólo los adultos y ancianos retozan en su propia podredumbre moral y en su escasez de principios éticos. Es que lo que viene detrás, la juventud, parece condenada al ostracismo y la falta de conciencia crítica en el mejor de los casos, o arrastrada por conductas neofascistas en el peor.
De modo que el panorama afectivo que presenta la obra es de todo menos esperanzador. Ya no es sólo que Zvyagintsev parezca interesado en utilizar de nuevo el drama familiar y la puesta en crisis de los lazos paternofiliales como motor de la tragedia. Es que directamente lo usa como arma arrojadiza para poner en solfa un orden social que se va agrietando. Y utiliza semejante clima para armar una parábola moral que se construye en torno a la figura de la protagonista y se cimenta en sus silencios, en la violencia de la mirada hacia un lado y el gesto de conmiseración hacia el otro.
No hay complacencia en Elena y, desde luego, no cabe ningún tipo de concesión. Y en una muestra de sólida coherencia tampoco es así en la propia presentación formal de la historia. Y he aquí el punto flaco, de querer encontrárselo, de la película: que no deja oxigeno para que nadie respire, que parece deberse demasiado a sus propia reglas autoimpuestas, que no cede un milímetro. Y eso, desde luego, incluye al espectador y a su percepción de la historia: el ritmo es hierático, contemplativo, pero riguroso, casi metronómico. La planificación es concisa, la puesta en escena espartana, de una frialdad y seguridad casi matemática y la fotografía precisa pero enriquecedora. Obsesionada con limpiar los escenarios (interiores casi todos) para dotarlos de un aire inmaculado e impoluto, cortante y hostil, perfectos para dar cobijo, en planos casi estáticos, a las miserables existencias de sus personajes.
Una rigidez autoimpuesta en una jugada de alto riesgo por un director que parece sentirse responsable de empuñar el escalpelo para realizar una disección del modo más quirúrgico posible. ¿Altivo, excesivamente severo, quizá demasiado cerebral? Posiblemente, pero su película atesora las suficientes marcas de estilo y la densidad de contenido necesarias para resultar en un drama sólido, potente, rotundo, doloroso.
No un plato para todos los paladares, ni tampoco una comida para cualquier hora del día. Pero sí una muestra de convicción autoral, sobriedad formal, rigor literario y compromiso ideológico.
7’5/10