Crítica de En la casa (Dans la maison)
Sin desde luego tener vocación de obra definitiva, de meta estática ni mucho menos de canto del cisne, podría parecer que toda la carrera de François Ozon, o por lo menos los últimos años de la misma, han apuntado a En la casa. Su picoteo genérico, su amplio abanico de inquietudes dramáticas y su habilidad a la hora de abordar, de una película a otra, distintos tonos, a veces casi opuestos, siempre le han marcado como un director tan pendiente del clasicismo como, al mismo tiempo, de una inquietud rupturista. Y a pesar de que su último film no plantea cuestiones ni líneas maestras que no hayan ido apareciendo con cierta asiduidad en el cine desde finales de los noventa, podemos afirmar que estamos ante una cinta tremendamente moderna, estimulante y atractiva. Y, baches aparte, a algo parecido podría ajustarse la descripción de toda la carrera del francés: un juego de imprevisibilidades, quiebros hacia adelante y miradas hacia el pasado. Una idiosincrasia creativa que, como digo, se ha concentrado en este nuevo título.
Así que adelante o hacia atrás, a izquierda y a derecha avanza la inquietud ozoniana y de modo parecido también lo hace la propuesta que ahora presenta en medio de regocijo generalizado y llovizna de premios, entre ellos el FIPRESCI en Toronto o la Concha de Oro y el Premio del Jurado al mejor guión en San Sebastián. Conviene, aviso para navegantes, abstraerse de todas las consideraciones críticas, que aun partiendo habitualmente de una cierta filosofía del puro capricho pueden resultar -por lo menos en este caso- muy acertadas, obviar sobreexplicaciones como la que sigue y entregarse a la narrativa audaz de Ozon sin más argumentos y sin la seguridad de una red.
Y no sólo por el factor sorpresa, sino especialmente porque pocos serán los análisis de bolsillo que puedan captar todos los detalles y ramificaciones que ofrece la película y reflejar la excitación que produce su visionado. De nuevo, es esta una propuesta que hace de la postmodernidad su razón de ser, así que, principalmente, y antes que nada (además de la saturación de estímulos que conforman su corpus teórico), se explica a sí misma. Efectivamente, estamos ante una obra literariamente compleja, tremendamente autorreflexiva, juguetona, laxa en sus planteamientos estructurales, que se reta constantemente y obedece/destruye de manera consciente el esquema de narrativa clásica. Un producto que podría compartir una hipotética línea temática con películas como Más extraño que la ficción a partir de un libreto que habría firmado gustosamente Charlie Kaufman.
Pero empecemos por lo concreto. En la casa parte de El chico de la última fila, la obra de Juan Mayorga a la que adapta para contar la historia de aquel maestro de secundaria, aquí Germain, que tras prescribir una redacción a sus alumnos se descubre enganchado al folletín que uno de ellos, Claude, empieza a vertebrar por entregas, siempre suspendido en la incógnita por un «continuará» final. Los escritos parecen describir la vida de otro de los alumnos, Rapha, y los avatares de su familia, que recibe las visitas habituales de Claude en calidad de amigo (entomólogo en realidad). Desde este momento, entre Germain y Claude se establece una relación de codependencia marcada por las sucesivos episodios del relato escrito del joven, por la necesidad de maduración del joven escritor en ciernes y por la evolución del hombre de la consideración de profesor hacia la de mentor.
Retomo. La historia se plantea de manera fragmentada y poco a poco va tendiendo hacia la abstracción y dejando mayor espacio al artificio. El relato avanza en dos frentes que se van autocompletando, redundando o negándose (la imagen, presuntamente reflejo objetivo de los hechos / la palabra, relato de esos hechos), de modo que Ozon pone en cuarentena la realidad pura para llegar a un estado en el que termina importando más cómo se narra que la veracidad de lo que se narra. De modo que En la casa es, ante todo, una declaración de la pasión por la literatura, por contar historias, sean cuales sean; y al cabo una puesta en práctica de las teorías sobre cómo lo narrado se convierte en verídico, sobre cómo la palabra puede cambiar (retro)activamente la realidad. Una reflexión, en fin, sobre el poder de la fabulación, el peso de la palabra escrita y las posibilidades de la creación literaria (explícitamente: aquí tienen mucha presencia de los libros y la literatura clásica). Pero también del descubrimiento progresivo del poder que conlleva la maduración del artista, paralela en este caso con el paulatino abandono de la infancia. No puede quedar más claro cuando la propia película se autocalifica en determinado momento de bildungsroman (es decir, de novela de aprendizaje).
Aunque tiene todo esto algo de perverso, algo turbio que va más allá del simple relato de maduración. Pero es que Ozon no esquiva las zonas oscuras, los recovecos menos luminosos del alma humana, a pesar de que los esconda entre los surcos más agradables, más puramente afrancesados, de su aparente comedia costumbrista. Ya sea con sutileza, hablando de los instintos voyeuristas, del reenfoque de los deseos afectivos o de las relaciones de poder y sumisión a través de unos personajes que no quedan tan lejos de la imagen del niño con una lupa sobre un nido de hormigas en un día de pleno sol. O bien de manera directa, mediante la caricatura gruesa y la sátira sin cortapisas que igual carga contra el arte contemporáneo (esvásticas hechas con pollas, señores) que contra las instituciones educativas neoconservadoras.
La genialidad de Ozon está de nuevo en el plano metalingüístico. Lo evidente del mecanismo lúdico de En la casa garantiza la convivencia de los distintos tonos, articula los cambios de género y renueva constantemente su capacidad descreída para autoafirmarse o anularse. De modo que puede permitirse tanto seguir las convenciones con el manual en la mano o directamente destruirlas en un quiebro narrativo que, de paso, supondrá una sutil ruptura en la expectativa del espectador. Un espectador que, por otro lado, no es pasivo dentro del gran entramado ético de la película. Él, como receptor de las aventuras y desventuras de los personajillos insignificantes o no de esta opereta, es tan responsable como el narrador de lo que ocurre y deja de ocurrir, o por lo menos de hacer avanzar, con su curiosidad la historia. Y es que, ¿cuál si no la curiosidad es el motor de esta (y todas) las narraciones? Es más, yendo hasta el fondo, el espectador incluso es interpelado en algún momento del relato, tanto de manera explícita (algunos personajes rompen el cuarto muro y le miran directamente a los ojos) como de modo más indirecto pero más revelador si cabe. Ahí está al respecto ese hitchcockiano y potentísimo plano final que incita, potencia y cuestiona el zapping de la mirada.
Al final, el espectador se convierte en una especie de observador del primer observador, la pareja Germain/Claude. Pareja que en definitiva es el auténtico protagonista de la historia, funcionando casi como un único núcleo movido por tensiones internas. Y es que la película avanza a través del diseño mutante de las relaciones entre sus personajes, relaciones más o menos convencionales basadas en la amistad adolescente, el deseo (entre Claude y la madre madura y desencantada de Rapha) o la falta del mismo (el matrimonio que se deteriora) y, especialmente, el aprendizaje: en la relación entre el mentor y el alumno ambos buscan rellenar huecos personales y afectivos creándose simulacros de familia que funcionarán como substitutivos en las precarias situaciones respectivas. Lo cual abre camino para el definitivo foco de interés del director, que aquí vuelve a recuperar uno de sus temas centrales: la familia «normal» (el entrecomillado no es casual), la familia burguesa y las relaciones entre ambos conceptos. Al fin y al cabo, En la casa termina hablando justo de eso, de los lazos íntimos dentro de un núcleo social que se parapeta en sus murallas, donde establece sus propias reglas y leyes, y de lo que ocurre cuando esas barreras son franqueadas y la intimidad, en beneficio de los curiosos, los desclasados y los desamparados, es destruida.
8/10
Y en el Blu-Ray…
Cameo edita la última película de François Ozon tanto en DVD como en Blu-Ray, siendo esta última la que se lleva el gato al agua, como era de esperar, si bien la imagen diste de la perfección por la gran cantidad de grano en numerosas escenas. A nivel de audio, tres pistas de muy buena calidad: castellano, catalán y versión original en 5.1 DTS-HD. No se notan grandes diferencias entre una y otra, salvo las evidentes del sonido en directo.
Por lo demás, el disco incluye 73 minutos de extras, distribuidos en los siguientes apartados:
- Trailer
- Making Of: 51 minutos que repasan todo el proceso de creación de la película, desde ensayos previos de los actores al rodaje en sí. Sin ningún tipo de declaración ni montaje de Cómo se hizo clásico, se limita a una muy estimulante sucesión de situaciones que permiten adentrarse en el rodaje como un miembro más del equipo técnico. Se presenta (como el resto de extras, por otra parte, en una definición inferior de 576i, en relación a la película (que va a 1080 24p, claro)
- Escenas eliminadas: Una pequeña introducción de Ozon (un texto blanco con fondo negro, ojo), precede a estos 12 minutos de escenas añadidas que echaban más leña al fuego en ese enfrentamiento entre realidad y ficción de la película. No aportan mucho, pero sí acompañan a la perfección en ese juego que al final hace dudar a propios y extraños.
- Estreno ante 2500 profesores: clip de unos 6 minutos de la presentación de la película en el cine Grand Rex, con un público muy especial. Incluye todo lo esperable de una presentación: alfombra roja, photocall, presentación previa al pase con los responsables de la película subidos al escenario (y con un Germain glorioso). Y se completa con opiniones posteriores de los asistentes. Curioso.
- Carteles alternativos: Minuto y medio de sucesión de pósters.
No sé si este no entrara dentro del respeto que se demanda a los comentaristas encima de la ventanita, pero a mi la película me ha parecido un coñazo acojonante.
Ni guión, ni escenarios, ni montaje, ni diálogos, ni dirección de actores. Con Fabrice Luchini tratando de hacer de Woody Allen, los niños poniendo cara de pánfilo el que hace de listo y poniendo cara de pánfilo el que hace de panfilo, la Seigner en plan Kate Winslett y Kristin Scott Thomas haciendo, como ya viene siendo habitual, de Kristin Scott Thomas.
Estoy abierto a todo tipo de censuras. Pero me ratifico, la película ¡un coñazo!.
Un abrazo!
Jaja, no, hombre, ¿cómo vamos a censurar una opinión planteada desde el respeto? Vale, sí, "es un coñazo" no es que sea una frase muy sutil, pero vamos, estás en todo tu derecho de pensar eso. Es más, haces algo que no hace casi nadie, que es argumentarlo.
¡Así que por mí ningún problema y bienvenidísimo sea tu comentario!
(no comparto el contenido, por supuesto, pero para eso está mi crítica…)
La verdad, sólo espero que no hayas visto la peli animado tras haber leído la crítica. Si es así, oops, mil discuplas, jeje…
¡Un saludo!
Me pareció una buena película y que ayuda mucho al pensamiento creativo de las personas que se quieran dedicar a la escritura. La conclusión a la que llegué es que se puede escribir a partir de cualquier chorrada y que al final tu pensamiento puede llegar a hacer grandes barbaridades dándole la vuelta a lo que habías planteado desde un inicio.
Por lo que hace a los actores principales son geniales.
Merecida Concha de Oro!
Saludos!
Y merecidísimo premio del Jurado al guión también!
Me alegro de que la hayas visto y te haya gustado, y más aún que vengas aquí a contarlo…
Totalmente de acuerdo en lo que dices!
Un abrazo!