Crítica de Érase una vez en Anatolia (Bir Zamanlar Anadolu’da)
La estepa turca, una inmensidad inabarcable de matojos y matorrales, es el marco en que transcurre buena parte de la acción de Érase una vez en Anatolia. Y es un marco de lujo para que su director, Nuri Bilge Ceylan, transmita con perfección puntillosa lo que pretende infundir al espectador con este silencioso ¿thriller? sobre la búsqueda de un cadáver por parte de policías que sigue las indicaciones de un par de sospechosos. Thriller, porque habrá que etiquetar de alguna manera la película, pero lo cierto es que bien se la podría considerar un drama de personajes que hablara, con apenas cinco o seis individuos, de toda la sociedad turca; o un western crepuscular y naturalista, trasladado a los días que corren. Incluso podría decirse de ella que es una película de ciencia-ficción (de la misma manera que los es la filmografía de Tarkovsky, inevitable no pensar en parte de ella durante la proyección). Hay elementos, matices de todo tipo, que le otorgan infinidad de dimensiones a estas poco menos de dos horas y media1 extremadamente parcas en acción y diálogos. Ni de banda sonora dispone esta suerte de adaptación de las experiencias reales que vivió uno de los guionistas de la cinta (son tres: Ercan Kesal, Ebru Ceylany el propio Nuri Bilge Ceylan), y que tras apenas unos minutos de introducción en el interior de un edificio, ya se traslada a la desangelada estepa.
En su escueto prólogo el cineasta ya ha empezado a jugar con alguna de sus armas, pero es a partir de la entrada en materia cuando despliega todo su arsenal fardando de un poderío visual de difícil parangón. En seguida, Érase una vez en Anatolia se convierte en un mundo único en sí mismo, una realidad tan absolutamente próxima como extraña a la vez. Y aunque sea casi irresponsable limitarse a un único aspecto, no menos cierto es que se trata del elemento más inmediato por el que acceder a este universo tan ambiguo: la vista. En el apartado visual, Ceylan opta por una fotografía de tonalidades verdes, azules, saturadas de brillante oscuridad e iluminadas de manera (casi) exclusiva mediante los haces de luz de los faros de coches patrulla, u otros medios de transporte. La noche y la naturaleza del entorno se transforman así en potenciadores emocionales, vehículos de una inseguridad opresiva, de cuyas vías de escape (los focos de luz) tampoco se puede uno acabar de fiar. Marco incomparable, ya lo decíamos, para que se vaya desglosando un argumento mínimo y de ritmo casi inexistente, pues en el fondo, es lo de menos.
Más interesante es atender como uno más a silencios atronadores, estudiar miradas rotas, interpretar las conversaciones de los personajes entre ellos (pocas) o consigo mismos. Porque Érase una vez en Anatolia es más metafísica que palpable. Prefiere hacer una gran parábola sobre la condición del ser humano en general y de la sociedad turca en particular (lugar común de la filmografía del director), antes que centrarse a las cuestiones más mundanas de la investigación. De manera que la búsqueda del cadáver significa en realidad un viaje existencialista para quienes toman parte en ella. Un momento para desnudarse por dentro, para exponerse y sincerarse (y de nuevo, no necesariamente con palabras o actos concretos). Infinidad de detalles juegan a ello a lo largo de toda la cinta: primeros planos de semblantes apesadumbrados y miradas perdidas, líneas del guión que evidencian sueños irrealizables o esperanzas que se desvanecen, pero sobre todo la secuencia de la cabaña, punto de inflexión de la cinta y culminación de intenciones a base de aglutinar elementos que incluso llegan a flirtear con el terror (atención a esas ráfagas de viento a cámara lenta, o al puntual salto al mundo del subconsciente).
Una tercera parte (¿epílogo de media hora larga?) algo más terrenal y si acaso sensiblemente menos estimulante, abre ulteriores lecturas sobre el acercamiento crítico de Ceylan al mundo que lo rodea, al tiempo que cierra entramados y focaliza su interés en un solo individuo, verdadero protagonista del asunto. El acordeón se comprime, pues, para que las miradas ya no dispongan de tantos puntos de fuga, y para eso la película adopta incluso otro aspecto formal. Pero es que, claro, la eterna noche en los campos de la Anatolia ya ha pasado. Sí, es una noche; apenas unas horas de oscuridad a duras penas violada por los haces de luz casi alienígenas (¿falsa esperanza para iluminar la negrura de la vida?). Conviene recordarlo, porque a esas alturas, si el espectador ha entrado en el juego del turco desde el primer momento seguramente se sienta agotado, como al final de un viaje largo y perezoso, pero a la vez inseguro y exigente. Y es que así es Érase una vez en Anatolia, una travesía por las interioridades de gente desconocida y probablemente lejos de la realidad de cada uno, pero también por los fueros internos de cada espectador. Eso, y una cinta extenuantemente lenta y trepidante, sujeta a mil y una interpretaciones, deudora tanto de Tarkovsky como de Puiu o incluso los Coen y a su vez, de una personalidad única y arrolladora.
No es ni mucho menos del gusto de todos, y para recomendarla hay que andarse con pies de plomo, de acuerdo; pero a poco que guste ir al cine con la intención de ir más allá de las máximas hollywoodienses, no cabe duda que la nueva propuesta del director de Lejano es de aquellas que hacen mella. Es una película distinta, embriagadora y deslumbrante; abierta a muchas lecturas, y esmerada por que el espectador se emplee a fondo. Y demonios si vale la pena el esfuerzo.
8/10
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1 En vez de las «casi tres horas» que algunos críticos quieren hacer creer para remarcar lo mucho que se han aburrido con la cinta… Y lo poco que han entendido de ella (y sí, estoy hablando de Carlos Boyero).