Crítica de La espuma de los días (L’écume des jours)
Culpa mía. A raíz del estreno de The We and the I supuse que Michel Gondry había superado definitivamente su etapa de maestro juguetero para centrarse en temas quizá más graves, más rigurosos y, quizá, más aburridos. Pero no podía estar más equivocado. El director nunca podrá (querrá) dejar de ser el mismo, y para demostrarlo parece haber vuelto con sus tradicionales señas de identidad más pronunciadas que nunca. Gondry vuelve al más absoluto gondrysmo. Gondry se sublima a si mismo y ofrece su película más fuertemente enraizada en sus constantes, por lo menos las formales, más radical en sus planteamientos de puesta en escena y más explosivamente rica en imaginería. Para lo bueno, para lo malo o para lo muy malo (según a quién se pregunte) el galo ha vuelto más hinchado de si mismo que nunca.
Y con La espuma de los días servidor, que siempre amó al director cuando hubo que amarlo (en su vertiente videoclipera y cuando ¡Olvídate de mí!) y siempre sospechó de su genialidad cuando fue necesario (en el resto de películas, entre semibuenas y reguleras), ha experimentado un camino emotivo curioso. Porque esta adaptación del texto homónimo de Boris Vian -la segunda tras la de Charles Belmont- empieza mostrando unas cartas, pero guardándose otras, y qué otras, para el final. Y es que de buenas a primeras esto puede espantar a cínicos, desencantados, y críticos cinematográficos en general. Gondry ha conservado varias constantes de la novela (sus personajes, la preeminencia del jazz, su esqueleto argumental) pero convenientemente lo ha llevado hacia un mundo propio -que, no sin bastante naturalidad, encaja en cierto modo en el imaginario vianesco- y lo ha reconducido hacia un París que parece hecho a su medida y que también podría ser el mismo que habitaba Antoine Doinel en cierta etapa de su vida o que recorría una Zazie en pleno camino de maduración hacia el metro.
Desde el minuto uno la huella de Gondry se impone con insistencia en cada una de las composiciones y de las escenografías, marcadas por ese trabajo espacial tan característico, esos encuadres que juegan con las tensiones y, especialmente, esos atrezzos homemade que tanto definen la personalidad del autor: Gondry sigue siendo un chaval capaz de crearse sus propios juguetes, un enamorado de la parte más artesanal del cine y un esteta del efecto especial rudimentario. Como en la mayoría de sus creaciones desde aquellos ya lejanos clips para Björk, la historia se articula y queda acotada dentro de los márgenes caseros que imponen los efectos stop motion, las transparencias, las retroproyecciones, los troquelados en movimiento, los planos de profundidad físicamente superpuestos y todo lo que quede en un terreno indefinido entre lo añejo, lo naïf, lo infantil y lo imaginativo. De nuevo, lo palpable, la plasticidad toma importancia capital no sólo en la parte visual del relato sino en la propia narración. El director se revalida a si mismo como un cultivador del humor absurdo y un avezado heredero de Tati, de Étaix, de Tex Avery, del primer Burton y, en fin, de si mismo.
Claro, Gondry a veces es más un inventor que un cineasta y más un soñador que un narrador. Sus fantasías sensoriales necesitan de un guión complejo para estar perfectamente equilibradas y de un poso textual potente para no quedar en meros (y brillantísimos, por supuesto) ejercicios de estilo. Y aquí no hay un Charlie Kaufman, como en ¡Olvídate de mí! que pueda garantizar un apartado literario tan complejo, poliédrico y fascinante como el que requeriría la cacharrería fantasiosa del realizador. No, los principios argumentales son los de una comedia romántica clásica (chico -Romain Duris- conoce chica -Audrey Tautou-, pregunten al propio Vian) y pronto la parte formal devora y minimiza la vertiente argumental. Esa estética de BD de línea clara endulza el ya sacaroso entramado romántico, la reverencia a algunos cortos de Buster Keaton -concretamente a The Scarecrow y The Electric House– esconde una cierta oquedad de fondo, la anarquía aparente sacada de Las margaritas de Vera Chytilová enmascara mecanicismo. El exceso de cachivaches como de profesor Frink y la masificación de ocurrencias chisporroteantes encierran, en fin, un poso muy kitsch, más cercano a la publicidad que al cine. Y esos apuntes casi metalingüísticos, esa cierta intentona de complejidad narrativa basada en la escenificación del interior de la mente del personaje no es sino un intento algo banal de añadir capas de interpretación y simbología. Y con todo ello, Gondry parece olvidarse de lo que debería, en el fondo, regir todo esto: emoción real y auténtica empatía hacia los personajes que, aunque no caen antipáticos, no logran transmitir la pasión romántica que garantice un final explosivamente emotivo.
Pero.
Pero resulta que más arriba hablaba de un extraño viaje emocional experimentado en el transcurso del visionado de esta película. Habrá quien no soporte al director francés y tenga suficiente con lo apuntado hasta ahora para regalarle la más emotiva indiferencia a su nueva película. Comprensible. Habrá quien lo ame. También justificable. En mi caso, me he enemistado y me he reconciliado profundamente con él en el transcurso del metraje de una misma película, un poco, eso sí, excesiva en metraje. Porque así como el autor parece capaz de empuñar una paleta de colores casi infinita en lo visual, también parece ser capaz de conjugar con enorme sabiduría el policromatismo en lo dramático. El francés sabe marcar a la perfección y con habilidad y precisión intachables las distintas texturas emotivas. Y resulta que en cierto punto de la película todo empieza a cobrar un terrible sentido. Por contraposición, el tono sombrío que se apodera del relato redimensiona todo lo visto hasta el momento. La luz no era gratuita, la alegría no surgía de un amor propio ni de un estado de euforia creativa sino más bien de todo lo contrario.
La espuma de los días cambia su polaridad truffautiana y ahora empieza a acercarse a Faherenheit 451. La fotografía se oscurece y se decolora hasta el paroxismo, la vida de las imágenes se marchita con sus personajes, el pesimismo empieza a hacer acto de presencia irrumpiendo como un elefante en una cristalería y da paso a algo peor: la melancolía más profunda, más solemne. La simbología más o menos frívola del principio toma cariz de tristeza infinita y el lirismo empieza a regalar momentos francamente hermosos, de una potencia emocional inusitada. El universo referencial vira hacia los inicios del cine, hacia el mudo, hacia el expresionismo alemán; y la banda sonora, tan llena de temas de Duke Ellington, gana en impacto y certeza emocional y nos hace olvidar preguntarnos por qué no hay un sólo tema del propio Vian-músico invitado a la fiesta.
Como sublimación de sí mismo y su propio universo estético, aquí Gondry está total, en su punto culminante. Pero más importante, La espuma de los días parece el camino emprendido por el niño que empieza siéndolo y termina perdiendo su inocencia risueña en detrimento de algo distinto, mejor y más importante. Probablemente esto sea la culminación de esta vía creativa, posiblemente lo que venga después deberá ser distinto o será irremediablemente peor. Pero hasta donde hemos llegado Gondry ha conseguido hincharnos el espíritu y llenarlo de cosas: algunas hacen ruiditos de lata y zumbidos de juguete a pilas, otras suenan a pura infinitud.
7’5/10