Crítica de El estigma del mal (The Quiet Ones)
…Y luego está la Hammer, que va a su bola desde que resurgió de sus cenizas y acaba metiéndose en jardines sin comerlo ni beberlo. Es el Atleti de las productoras: el pupas. Ahora tiene la mala suerte de coincidir más o menos en el tiempo con Expediente Warren justo cuando se lanza a la adaptación de casos paranormales registrados realmente en los 70, al igual que ocurre con la infinitamente superior película de James Wan. Y así, paga los platos rotos; y ojo, no es que no se merezca un buen collejón. Al margen de la caprichosa coincidencia, El estigma del mal busca en todo caso unos objetivos ya de entrada cuestionables: lejos de buscar algún tipo de innovación, plantea un par de discursos manidos que por separado ya se sabe que han dado la campanada, y los une. Sin más. Por un lado está el discurso retro del género, que cada vez mira con mayor ahínco hacia atrás: amén del ya mentado rival más directo, ahí están algunos sleepers de traca como Insidious o Tú eres el siguiente, las (cuestionables) reverencias a los cánones de Ti West, o el posmoderno canto de amor al subgénero que es La cabaña en el bosque. Por otro, el found-footage y/o mockumentary: no hace falta decir que todo producto que tenga aspecto de material encontrado o de falso documental es un éxito asegurando, ni que sea por el escaso coste de sus producciones. Así que nada, a los gerifaltes de la Hammer imagino que se les haría la boca agua ante la idea de mezclar ambos valores seguros, pero la jugada les ha salido del revés (sin ir más lejos, la hostia en taquilla ha sido importante).
Y ojo, que si ha salido mal es por culpa del propio John Pogue (director del cotarro) y compañía, porque en un mundo tan saturado como el del terror, a fin de cuentas encontrarse con fotocopias resulta inevitable, y es el menor de los males. Y la verdad es que aun desde su abierta condición de plagio de plagios, El estigma del mal arranca con cierto aire prometedor, en forma de retro-atmósfera setentera digna, entramado atractivo pese a lo manido del mismo, en parte gracias a contar con actores engrescadores (en concreto, el siempre extraño Jared Harris), y por la manera en que descubren su estrategia sin pudor alguno: años 70, experimentación, y de paso un hola, joven: tu trabajo será grabarlo todo para que quede así como en forma de documental. A la cara y sin medias tintas, bien por ellos. Mal, que justo después todo se tuerza. Y es que del mismo modo en que muestra su mano, tarda demasiado poco en hacer evidentes también los ases que tenía reservados para el proseguir de la partida, y a la que se descubren el descaro deja de verse con buenos ojos. En seguida se establece el rutinario juego del doble rasero: la cosa va de un equipo, capitaneado por un científico demasiado apasionado, que usa como conejillo de indias a una chica que podría estar pasando por fenómenos paranormales; no hay que ser un lince para adivinar que se abre la puerta a que lo segundo sea cierto, o a que todo sea culpa de un mad doctor, quizá abusador para mayor inri. Lo hemos visto mil veces y de formas infinitamente mejores, así que nos importa poco o nada; estupenda ocasión para desfasarse o tomárselo todo a pitorreo. El estigma del mal, en cambio, adopta esa fea costumbre de tomarse demasiado en serio a sí misma, sin tener las armas para ello; mejor no hablar de la profundidad del estudio de personajes que propone.
No entretiene. No divierte. Y no acaba de encontrar un ritmo uniforme (más bien al contrario, y los momentos de bajón son de aúpa) con el que mantener activo a un espectador que se mostrará por lo general indiferente tanto cuando la olla a presión se vaya calentando (todos desconfían de todos a la que pasan demasiadas horas juntos, etcétera) como ante el habitual carrusel de botes (inesperados subidones de volumen y demás triquiñuelas) con el que Pogue busca el susto a la desesperada… hasta el extremo de poblar el tercer acto de ellos, olvidándose de la atmósfera y buscando la victoria más por acumulación de golpes que por lo certero de sus impactos. Y sí, consigue algún sobresalto apartado mediante un clímax que constituye el único pico de interés real del film, por mal resuelto que esté (y lo está: atención a cierta pelea cuerpo a cuerpo). Pero el bagaje es de una escasez mareante. ¿Castigo excesivo? Es posible, pues no es culpa de la Hammer que nuestras carteleras y DVDtecas estén plagadas de productos idénticos entre sí. Pero de haberse esmerado un poco más, seguro que otro gallo habría cantado, así que culpables o no, tachada de olvidable se queda su propuesta.
4/10