Crítica de Esto no es una película
No falla. Siempre la misma cantinela. Todo aquél que haya pisado alguna vez una clase de audiovisuales (sea universidad, escuela privada, módulo profesional, cuchipanda de jubilados) ha oído la dichosa frase: «Para hacer una película, solo hace falta una cámara y un par de amigotes». Claro que los mismos que nos animan a tirarnos al ruedo filman sus trabajos con gran despliegue de medios, equipo profesional y, mira tú por dónde, dinero contante y sonante. Los hay que trabajan a salto de mata, con los medios justos y mucha voluntad, pero no se llenan la boca con la dichosa frasecita; están muy ocupados rodando. Godard insiste en que le basta con una chica y una pistola (lo hemos visto, Jean-Luc). Chaplin se conformaba con un parque, un policía, y de nuevo una chica. Pero la pregunta sigue sin respuesta. ¿Se puede hacer una película armados con una cámara y poco más?
Sospecho que Jafar Panahi nunca pensó que un día se vería obligado a plantearse esa pregunta. No al menos cuando a finales del siglo XX sus primeros trabajos reciben el beneplácito de Cannes, Locarno o Venecia, rubricado por la crítica internacional. Quizá tampoco lo hizo tras ser detenido en el aeropuerto de Nueva York por negarse a ser fichado bajo los discriminatorios criterios de la policía aeroportuaria. Pero las cosas han cambiado: Hasta hace poco, solo los asiduos del cine en versión original parecían conocer a Panahi, director iraní de la nueva generación que capitanea Abbas Kiarostami, y que ha puesto al país en el mapa cinematográfico. Ahora, su nombre ha roto los márgenes de la intelligentsia cultural y ha ocupado más páginas en los periódicos de lo que hubiera imaginado. Y de ello trata Esto no es una película.
La carrera de Panahi está jalonada de críticas al régimen de su país, que han cobrado especial notoriedad al mismo ritmo que lo han hecho sus trabajos a escala internacional. Tras una manifestación de protesta, su detención en 2010 lo llevó a una huelga de hambre que provocó la movilización de la comunidad cinematográfica internacional. La principal escenificación se produjo en el Festival de Cannes de ese mismo año, donde se guardó vacía la silla de jurado que debía ocupar. La presión política e intelectual logró que Panahi saliera libre pero con cargos, arresto domiciliario, y un juicio en ciernes que no pintaba nada bien. Y es en medio de ese proceso que nace Esto no es una película: El director se convierte en protagonista y nos habla frente a la cámara (y a través de ella) en lo que parece la última bocanada de un cineasta que sabe que no podrá volver a rodar. El material, grabado en su propia casa, sale del país clandestinamente en una memoria USB, y adquiere categoría de último testimonio antes del veredicto, de la censura total.
En su encierro, Panahi desayuna, habla con su abogada, alimenta la iguana de su hija, conversa con sus vecinos y, sobre todo, intenta contarnos su última película, la que probablemente nunca realizará. En un cuadrado de cinta aislante el director se esfuerza en que veamos el mundo que pretendía retratar. Para ello, no tiene problemas en rodar por el suelo, revelar sus criterios de planificación, leer diálogos del guión, e incluso mostrarnos las pruebas de localización que ya tenía hechas. Pero todo es en vano. Cuando el desánimo se impone, Panahi constata su impotencia. Por mucho que se esfuerce, nunca logrará que visualicemos la película que tenía en mente. No se puede reproducir la magia del cine en el pálido contexto de un salón, toscamente delimitado. Ni toda la voluntad del mundo basta.
Sin embargo, la paradoja del film nace del propio título. La intención manifiesta de Panahi (y de Mojtaba Mirtahmasb, amigo y cámara) es grabar la situación del convicto, sin una idea clara de qué harán con el material. Pese a ello, la propia consciencia de encontrarse frente a un documental está presente en todo el metraje. Y si todo documental es, por defecto, una película, el desespero de Panahi ante la imposibilidad de narrar un producto cinematográfico se produce, precisamente, en un producto cinematográfico. El mismo director llega a interrogarse sobre si algunos de sus actos frente a la cámara han sonado suficientemente espontáneos, adoptando el rol de intérprete de una trama que se mueve en la fina línea entre la ficción hiperrealista y el retazo documental, la misma en la que encontramos algunos de sus trabajos.
En cambio, el momento cumbre del film se produce cuando la paradoja alcanza sus mayores proporciones, en un doble salto mortal que coloca a Panahi tras la cámara. El documental contiene dos películas: la representada (e imposible) y la dirigida (e indómita). Cuando el director asume el rol que le toca, la condición de documental se diluye, y se produce el mayor acto de rebeldía contra su encierro. Es en ese momento cuando la pregunta se resuelve. Quizás si se puede hacer una película sin muchos medios. Pero además de la cámara hace falta la libertad intelectual para manejarla. Y si ésta no es posible, al menos un buen acto de subversión que demuestre que sigue ahí.
Y no se calla tan fácilmente.
7’5/10