Crítica de Flux Gourmet
Cada nueva película de Peter Strickland es una invitación a adentrarse en un mundo desconocido y absolutamente irreconocible… partiendo de cuestiones de lo más terrenales. Siempre hay, en su filmografía, elementos de lo más mundanos con los que se obsesiona y sobre los que articula largometrajes que de algún modo, acaban siendo verdaderas pesadillas, pese a que a no sea esa necesariamente su finalidad. Será que, de pequeño, vio demasiadas películas de la Hammer. O un exceso de giallos. El caso es que, por ejemplo, un vestido rojo puede ser el epicentro de un thriller al convertirse en principal sospechoso de una serie de asesinatos; o la búsqueda del efecto perfecto por parte de un especialista de sonido, puede desembocar en una paranoia a la vez terrorífica, lasciva y embriagadora. En Flux Gourmet, el macguffin es… Bueno, es el pedo.
En una suerte de retiro para artistas diversos, un escritor y/o periodista convive con un grupo de performancers y, se supone, está escribiendo sobre ellos. Pero el tipo tiene un gran problema de gases, lo cual torna su día a día en un infierno, por si no bastara el lugar en el que está: un lugar tóxico y de ambiente sumamente enrarecido, con luchas de poderes y egos en medio de procesos creativos tan desquiciados como las obras resultantes. Obras que salen de un popurrí de cuestiones vistas en la anterior filmografía de Strickland: creaciones de sonido, sexo, objetos que pueden tomar protagonismo. En este sentido, la película que nos ocupa suena a cierre de ciclo revisionista… y autoparódico. Y es que todo adopta un tono de burla, de crítica hacia el arte moderno, tanto su gestación como su consumo. Y de hecho, poco tarda la flatulencia en entrar a formar parte de las performances. Ironía suicida de un Strickland que, como de costumbre, sigue encandilando en la parte menos obvia de sus películas, en la carga soterrada que es deber del espectador traer a la superficie.
Donde sí flaquea Flux Gourmet, es en la otra parte: la trama, el desarrollo en sí de la película. Síntomas de agotamiento que ya asomaban con fuerza en su anterior propuesta y que invitan a pensar que, efectivamente, esta es la última propuesta de una era y que lo próximo de Strickland será necesariamente distinto. Y es que si encandila con su fondo y deleita con el poderío audiovisual (la excelencia formal sigue a la orden del día), la película discurre mayormente por una neblina letárgica de la que despunta en fogonazos aislados. No consigue confirmar lo seductor de sus compases iniciales, a causa de un apático ejercicio de repetición que llega a hacerse exasperante en aquellas fases en que ni su excelente reparto es capaz de maquillar.
Peter Strickland ha querido contar su chiste de pedos en clave arty, se ha querido reír de sí mismo y también de todos nosotros, desde su posición siempre (autodefinida) superior. Y le seguimos aplaudiendo porque la suma de sus partes consigue hacernos gracia. Porque por encima de todo,
Flux Gourmet es una película exquisita y atípica, extraña como ella sola. Pero no llega a sus pretenciosas alturas, y si algo confirma por encima de todo, es que debería ir pensando en un cambio de aires, si no lo ha hecho ya. Bien está lo que bien acaba, señor Strickland. No carguemos más las tintas, gracias.
Trailer de Flux Gourmet
Flux Gourmet: chistes de pedos arty
Por qué ver Flux Gourmet
Peter Strickland es siempre, garantía de éxito. Su preciosismo formal, su condición de rara avis desde el minuto uno, y sus obsesiones argumentales y audiovisuales hacen de cada una de sus películas, un evento. Flux Gourmet tiene todo ello, aunque seduzca menos que otras…