Crítica de Footloose (2011)
Y es que han invertido las cosas. Si algo hay en la genuina que puede verse tranquilamente ya sea en su día, hoy o dentro de cien años, son los bailes, con sus coreografías simples pero efectivas, plausibles en un pueblo tan hermético, y sumamente pegadizas. En cambio, la única forma de tolerar todo lo demás en la actualidad pasa por su elemento retro, naif, camp o simplemente de remembranza. De no existir ese ingrediente, Footloose sería tan indigesto como cualquiera de las otras cintas similares de la época. Y Footloose (2011) no lo tiene. Por eso decía que se requería un cambio de premisa, un nuevo enfoque, que para algo es una versión nueva. Porque al no tenerlo, de la inocencia se pasa a lo increíble, de lo retro a lo desfasado… Y de lo revoltoso a lo retrasado. Es incomprensible que no se haya cambiado ni un ápice de su entramado, chico que no sabe bailar y discursito final de Ren (sobre la relación entre danza y jóvenes e Iglesia) incluidos. Mas al contrario, se han ido a potenciar aquellos puntos que menos lo necesitaban, reblandeciendo aún más las sensaciones finales: ahora hay un accidente de coche inicial que justifica, de la manera más facilona, el comportamiento del cura (Dennis Quaid en sustitución de John Lithgow) y del pueblo en general. Olé.
En cambio sí han tocado, y bastante más de lo temido, lo que funcionaba perfectamente (vale, perfectamente tampoco, pero casi). Los bailes de Bacon, Lori Singer, Chris Penn, Sarah Jessica Parker y compañía estaban bien, ya hemos comentando que eran realistas, sonaban naturales, y estaban bien implementados en la trama. Cuando el Ren McCormack de los 80 se enfada y va a bailar a la fábrica en que trabaja, se desprende su rabia, su efusividad y su sudor. Y cuela como reacción improvisada, teniendo en cuenta que los términos improvisación y musical son mutuamente excluyentes. En el nuevo Footloose, nada de eso: que el breakdance y el reguetón hayan hecho un gran daño a la sociedad queda reflejado en infinidad de cosas, pero una de ellas es la maldita manía hollywoodiense por meterlos a ambos en cualquier lugar que requiera un par de pasos de baile. Y el resultado aquí es un pastiche imposible: que un pueblo paleto (la propia palabra redneck suena un par de veces) de la América profunda se saque de la manga coreografías y contoneos de ese calibre, cuando además sus vecinos llevan tres años sin bailar porque, sic, lo prohibe la ley… Literalmente, no hay por dónde cogerlo. Como no hay por dónde coger que un hombre, por muy dedicado a la religión que esté, se siga sorprendiendo de que ahora «llevemos ordenadores en los bolsillos» o que, eso, que bailar sea malo. Pecaminoso, incluso.
En definitiva, los de Footloose (2011) no han entendido absolutamente nada de lo que significa hacer un remake. Han puesto cosas molonas que no sirven para nada (¿Una carrera de autobuses? ¿Por?), cambiado lo que no se tenía que tocar demasiado, y dejado intacto lo que, en cambio, necesitaba una revisión profunda. Y el resultado es un engendro anacrónico, irreal, absurdo y de vergüenza ajena. No es un desastre cinematográfico absoluto puesto que su director Craig Brewer sale del atolladero con eficacia, sus puntuales homenajes al original están bien y, en general, tampoco provoca que le sangren a uno los ojos; más bien del revés, teniendo en cuenta los portentos físicos que son sus protagonistas (y que, por supuesto, para nada cuelan como adolescentes). Pero carece de gracia, de sentido y de encanto, no aporta nada, y al final lo único que uno quiere es revisar la versión original, ni que sea para comparar la personalidad de ese reparto con el de sus sucesores. Había muchas maneras de enfrentarse al reto de remakear un hito del cine ochentero como es Footloose, y esta, desde luego, era la peor de las opciones. Suerte han tenido de que la canción original de Kenny Loggins siga teniendo la misma fuerza que entonces…
4/10