Crítica de Fue la mano de Dios
En Nápoles se llora dos veces: la primera cuando llegas, la segunda cuando te vas. Esta frase, de Bienvenidos al sur, capta tan bien el espíritu de la ciudad del sur de Italia, que ha sido empleada en infinidad de ocasiones desde cuando se estrenara la mencionada comedia. Y es que Nápoles es una ciudad que se rige por sus propias normas; donde lo arquitectónicamente hermoso y un fuerte componente alegórico se funden en un lugar casi mágico en el que todo puede ocurrir. Se te puede aparecer un ángel mientras vas de camino a una comilona familiar en el campo. Puedes subirte en una barca y acabar en una isla de ensueño, o tomar el sol frente a un volcán en erupción. El equipo local puede comprar al mayor astro de la historia del fútbol. Y sobre todo, Nápoles es un lugar al que, de un modo u otro, siempre se regresa.
Religión, belleza, fútbol, tradición y arraigo; de todo ello está teñida la sangre que corre por las venas de todo napoletano. Y Sorrentino no es la excepción: entre otras muchas cosas, Fue la mano de Dios es su carta de amor a la ciudad, de la que nunca se llegó a alejar demasiado por mucho que sus pasos lo llevaran a Roma a estudiar cine, o a Suiza a rodar La juventud. Y como tal, es una maravilla. Si se quiere prestar atención exclusivamente al protagonismo pasivo de la capital del sur de Italia, Fue la mano de Dios es un precioso fresco costumbrista, una proeza audiovisual (como de costumbre) capaz de impregnar casi cada plano de un aura mística y próxima a la vez, pintoresca y cutre, tanto como sincera y entrañable.
Marco de lujo para dar forma a una historia a medio camino entre la ficción y lo autobiográfico que abarca el año más difícil de la vida de un joven. Y es que Fabietto está en ese momento en el que todo está a punto de cambiar: su cuerpo, sus estudios… cambios que tocan, vaya; a los que, claro, toca sumar un par de cosas que escapan de todo devenir lógico y pueden afectar sensiblemente tal desarrollo: reveses inesperados, sorpresas caídas del cielo. A veces para mal: la vida y sus cosas. A veces para bien, como la llegada de Maradona al Napoli, acontecimiento que detuvo a toda una ciudad, que le cambió el ánimo, que acaparó focos por encima de toda lógica. Hasta el punto de dar significado a esos giros inesperados hacia la tragedia que da la vida y que, en verdad, carecen de cualquier explicación. A todas estas, Fabietto tratando de convertirse en un hombre, de perder el diminutivo de su nombre. Viéndose frente al abismo de tener que dar forma ya no sólo a su futuro, sino a sus sentimientos, a su manera de ver la vida; arrastrándose a malapena por ese hilo que separa el optimismo propio de la inocencia de la juventud, del pesimismo al constatar que todo lo que nos rodea es una decepción.
Claroscuros, alternancia de golpes entre comedia y drama que casa a la perfección gracias a la divina mano de Paolo Sorrentino. Además de la excelencia formal, ya mentada y sobradamente atestiguada por su impecable filmografía, el de La gran belleza sitúa aquí al espectador en un punto milimétricamente equidistante entre la comedia y el drama, lo mundano y lo trascendente, en una película con reminiscencias al Fellini más evocador, tanto como al Almóvodar de Dolor y gloria. Fue la mano de Dios arranca de manera extraña, con una alegoría que precede a un primer asomo al drama, contrarrestado luego con pasajes de hilaridad costumbrista, esperpéntica napoletana. Y luego más drama, y luego sonrisas otra vez, conforme su protagonista va entrando y saliendo de diversos capítulos que lo llevan a curtirse. Conforme la imagen se colorea o ennegrece, el estilo se simplifica o se torna voluntariamente barroco entre travellings o zooms forzados.
Alternancia de golpes, decía, que de hecho va más allá de la risa y la emoción: Fue la mano de Dios parece ser un constante pase del balón entre dos jugadores diferentes. Hay siempre una dualidad de puntos de vista para afrontar, por ejemplo, una gran tragedia (la facilidad con que se puede creer una visión divina en comparación a una pérdida en la familia); el futuro (el reconocimiento de no tener una economía bollante vs. el no querer preocuparse porque en verano lo que toca es fumar porros y estar con los amigos); el sexo (una situación de sexo retratada como algo bizarro y grotesco, es motivo de felicidad al cabo de poco). Y así.
Y así en una película infinita que, si se sale de su visionado pensando que no es la mejor de Sorrentino, es porque alguno de sus episodios parece quedar un poco en tierra de nadie. Claro que quizá sea voluntario, un «amarcord» difuminado entre el resto, una historia que termina de manera abrupta porque así es la vida a veces. En verdad cuesta creer que haya quedado algún cabo suelto en esta puntillosa telaraña hilada por el italiano. Que, por lo demás, supone un magnífico fresco sobre la mitad de la bota durante los 80, al tiempo que una preciosa historia sobre el proceso de madurar, constituyendo uno de los mejores exponentes recientes coming-of-age. Demonios, si a lo mejor sí es la mejor película de Paolo Sorrentino hasta la fecha.
Trailer de Fue la mano de Dios
Fue la mano de Dios: la vida y sus cosas
Por qué ver Fue la mano de Dios
Paolo Sorrentino firma la que probablemente sea su mejor película desde La gran belleza, un semi-autobiográfico coming-of-age entrañable, divertido y emocionante a partes iguales, con simbolismo para para un tren y que sirve además de fresco costumbrista napoletano.