Crítica de Gainsbourg (Vida de un héroe)
Los aficionados lo saben muy bien; Joann Sfar es un tipo de interés en el ya de por sí interesante mundo de la BD francesa. Esto es, el cómic galo; concretamente en una especie de (ya no tan) «nueva ola» de autores con un estilo fresco, nervioso, urgente y muy suyo. Christophe Blain, David B., Lewis Trondheim y otros habituales de la editorial L’Association son capturadores del momento por un lado y estetas del feísmo por el otro, con un denominador común: todo ellos pretenden encerrar, en páginas secuenciadas, la pasión.
Y la de Sfar, o una de ellas, es esa narración de la filosofía y la religión a lo largo de la historia y a través de vidas ejemplares (a veces de soslayo, por ejemplo desde el punto de vista de un perro o un gato) que sirven como ancla, como nexo entre la viñeta y los preceptos en cuestión.
Concretando más, Sfar se muestra interesado en la evolución del judaísmo a lo largo de los años («El gato del rabino») y ha mostrado interés, no sólo en sus principios religiosos, sino también en las manifestaciones culturales hebreas, especialmente la música («Klezmer»).
Bien.
Recapitulamos: Francia, vidas ejemplares y judaísmo. «Gainsbourg (vida de un héroe)» se acomoda a los tres preceptos.
No hablaré de predestinaciones, ni destinos inevitables, pero sí es cierto que no se hace nada raro que el salto de Sfar a la gran pantalla haya sido, si no a través de la adaptación de una de sus obras (que también: en el fuego, «El gato del rabino»), sí mediante un «biopic autoral» sobre una de las mayores figuras de la cultura francesa del siglo XX.
Serge Gainsbourg es uno de esos «personajes que no necesitan presentación», por su relevancia en la evolución de la chanson francesa a lo largo de los 60 y su evolución hacia el pop (y lo que surja) en décadas posteriores. Músico de origen judío, compositor de un buen puñado de grandes discos y populares melodías (¿hace falta recordar que es suyo el «Je t’aime… moi non plus»?), gastó una vida tan fértil creativamente como agitada en todo lo demás. Se le atribuyeron líos de faldas (sonados romances con algunas de las mujeres más conocidas de la época) y unos severos problemas con el alcohol que finalmente le llevarían por el camino de la amargura.
En otras palabras, y como decía, carne de biopic. Que es exactamente donde colisionan las dos personalidades. Sfar y Gainsbourg, Gainsbourg y Sfar.
Hasta el límite de la biografía con tintes autobiográficos, sin al final terminar de saber cuánto de Sfar hay en «Gainsbourg». Porque el director apuesta por una visión personal, pretendidamente intransferible, que huye de convencionalismos y grandes ítems manidos. Sí es cierto que la historia arranca en la misma infancia del artista y concluye con su muerte, que pretende enfocar los distintos lados del poliedro que fue su vida y que está marcada por los fondos que llegó a tocar el bello Serge. Pero también lo es que Sfar no claudica en ningún momento como orfebre de la imagen, que no se doblega hacia el vil metal del sensacionalismo barato y el impacto rápido.
De modo que enfoca la historia como un «cuento» (así rezan los créditos iniciales) que combina realidad, evocación, poesía, sueño y datos biográficos puros y duros.
Y la verdad es que no siempre sale airoso de la osadía. Ni mucho menos. Porque Sfar recurre a una mezcla de imagen real, con alguna que otra animación y, en su voluntad por resultar más sugerente que literal, decide dar cuerpo a las inseguridades del artista, materializándolas en un enorme muñecajo -creado por los chicos de DDT- que caricaturiza sus partes más oscuras. Y los hace dialogar constantemente y hasta confundirse mutuamente.
El problema es que lo que sobre el papel es una idea interesante (aunque no excesivamente original, cuidado), al final se pone en escena en una especie de remedo de su propia iconografía (el diseño del muñeco está sacado directamente de las viñetas de Sfar) pasada por el filtro Burton pasada por el filtro Gilliam. Así que podéis haceros una idea. Sí, atmósfera de cuento combinada con reconstrucción histórica y salpicada de elementos visuales (algo así como) expresionistas. Todo salpimentado por una fotografía bastante extrema, que pretende epatar al respetable, y lo consigue a medias.
Lo positivo de la historia es que ya en su primera película Sfar por lo menos se muestra interesado en intentar trabajar la imagen. Se niega a ser considerado director tránsfuga y no realiza mecánicamente, permitiéndose incluso mutar su opción estética a lo largo de la película, virando cada vez más hacia el naturalismo realista y abandonando progresivamente la poesía del París cabaretero y etílico, a medida que Gainsbourg se va hostiando con más fuerza contra su propia vida.
Para haceros una idea, empieza como una versión algo descafeinada del París de Jean-Pierre Jeunet (caricaturesco, casi circense), mezclándolo con un contexto profundamente marcado por el nazismo y la persecución semita y termina como un retrato seco y duro de artista atormentado y autodestructivo.
Pero es estimulante la visión que da Sfar de ese artista. Y cómo logra transmitir la pasión de un personaje que ya desde muy pequeño se vio (igual que el propio director) seducido por los referentes culturales que más a mano tenía, y que no eran moco de pavo, precisamente: desde la pintura (se nombra a Klimt), hasta la poesía de Baudelaire, la prosa de Nabokov o, claro, la música. Específicamente Sfar cita a Django Reinhardt y su asombrosa guitarra, y a la lírica de Charles Aznavour. Pero ahí están también flotando en el aire Charles Trénet y Jacques Brel.
Porque Sfar no descuida algo vital en todo esto: la música. Toda la película está repleta de canciones de Gainsbourg (regalo para cualquier amante de la música, sí), abriendo con «Valse de Melody», del que probablemente fuera su mejor disco («Histoire de Melodie Nelson»), y sembrando temas a lo largo del metraje hasta el punto de que parezca que estamos casi ante un musical. O incluso haciendo una hermosa cita al nacimiento de su archiconocida «Je t’aime… moi non plus» junto a Jane Birkin.
Y es que como buen biopic, no faltan, junto a las descripciones de la época, la presencia de los personajes que la marcaron y acompañaron a nuestro héroe durante su vida. Coleccionistas de celebridades, atended: aparece representada Birkin, efectivamente. Y también Brigitte Bardot y hasta Boris Vian. Todos haciendo compañía en un momento u otro de su vida a un Gainsbourg con los rasgos de un perfectamente mimetizado Eric Elmosnino (por cierto, auténtico clon, en apariencia, maneras y voz, del artista; impresionante).
Pero al final, a pesar del carrusel de nombres, es sólo Birkin la que termina marcando la vida de Gainsbourg y la que condensa sus frustraciones y sus perspectivas de futuro. Obvio, con ella se casó y hasta tuvo una hija. Más datos objetivos que sin embargo aparecen, de nuevo, como dibujados en una nube onírica, extraña.
Y es que ya digo, Sfar intenta aquí también (incluso en esa etapa reggae del músico representada, eso sí, en una Jamaica tristemente estereotipada) escapar de la biografía habitual, siendo más evocador que descriptivo, más caótico que metódico y sin abusar de la sobreexplicación.
Con todo, «Gainsbourg» queda como un loable intento, bastante logrado, de retratar apasionadamente una vida intensa e interesante. Y a la vez capturar, con algo menos de éxito, la esencia de la la escena musical francesa desde los 40, pasando por la chanson y el pop y llegando a unos 80 no se sabe muy bien de qué.
Pero también resulta al final una película excesiva, deslavazada y con cierto regustillo agrio a reciclaje; al juguillo dejado por el poso de retazos ya antes usados aquí, allá y acullá.
Una de cal y una de arena, vaya.
6’5/10