Crítica de El gato desaparece
Beatriz es una mujer argentina de unos cincuenta años que parece tenerlo todo: un buen trabajo, una bonita casa, un matrimonio sólido y una posición económica envidiable. Sin embargo, Beatriz está preocupada. Su marido Luís sufrió un brote sicótico meses atrás, inesperado y violento, y la única opción posible fue internarlo. Y pese a que los médicos le aseguran que ya está recuperado, que ya puede volver a casa, la pobre mujer ve cómo un nubarrón de preocupación se instala en su vida. ¿Y si Luís tiene una recaída? ¿Y si vuelve a pegarla, fuera de sí?
El gato desaparece es el nuevo trabajo del director argentino Carlos Sorín, conocido por sus dramas agridulces, casi costumbristas, y que aquí plantea un cambio de registro hacia el suspense psicológico, con una historia de ambigüedades y equívocos que amenazan con desmoronar la estabilidad mental de la temerosa protagonista. Lejos de las historias mínimas que había rubricado hasta la fecha, su nuevo trabajo se construye desde un cásting de actores profesionales que defienden con convicción un guión que no rehuye el golpe de efecto y el giro al suspense.
Sorín se une a Beatriz y especula durante todo el metraje con la salud psicológica de Luís, pero plantea un inteligente cambio de roles, porque desde el principio lo que marca el tono de la película es la estabilidad de la mujer, sujeta a las acciones del marido. La paranoia va en aumento, encerrados en una urbanización de aquellas en las que el número de vecinos es directamente proporcional a la soledad que se respira. Atrapada en una situación aparentemente banal, la pobre Beatriz no puede ni tan siquiera contar con la comprensión de la familia y los amigos, y la madeja se va enredando.
El trabajo de Sorín es sobrio y eficiente, bordea con tino los peligros de una narración más sujeta a la ambigüedad y a la sutileza que a las explosiones emotivas. Su prioridad parece basarse en sorprender al espectador, planteándole situaciones que apuntan hacia una dirección pero se desarrollarán en otra muy distinta. Sin embargo Sorín no cae en el engaño obtuso ni en la mentira más arrastrada. Lo que plantea en todo momento es visible para el público, y solo es el ligero tamiz que impregna cada situación el que acaba determinando su sentido. Perro viejo en el oficio de generar situaciones de aparente simpleza, donde los giros se integran en el relato por la vía de la cotidianidad, Sorín no traiciona su espíritu, y es en esta elección narrativa donde estriba una de las grandes virtudes de una película pequeña pero competente y, en ocasiones, bastante valiosa. A todo ello ayuda un reparto bien conjuntado, con una Beatriz Spelzini que defiende con solvencia su papel y un Luís Luque ambiguo y enorme, capaz de aunar un físico imponente de bestia temible con la ambigüedad de una psique frágil e imprevisible. Atributos todos capaces de hacer crecer un filme sin mayores pretensiones, un valioso ejercicio que puede abrir las puertas a una nueva faceta en la carrera de Carlos Sorín.
Así pues, El gato desaparece se entiende y cobra valor como la promesa de trabajos futuros, como el asentamiento de una nueva base sobre la que construir películas que exploten un género hasta ahora poco transitado en la filmografía del director argentino. Como producto estanco, es una propuesta modesta pero entretenida, bien hilvanada, que no despertará grandes entusiasmos pero se deja ver con agrado. Y para los cinéfilos que necesiten algo más, siempre pueden sentarse a buscar guiños de la vieja escuela: Si bien, como he leído en alguna crítica, la película de Sorín tiene ecos de Chabrol, el envoltorio es un campo de minas plagado de referentes hitchcockianos, algunos más evidentes que otros. Desde el título, que remite a Alarma en el expreso (conocida originalmente como The Lady Vanishes) hasta un argumento que parece beber directamente de Sospecha, pasando por una música con tintes de Bernard Herrmann o constantes alusiones a un verde calcado al que determina Vértigo, todo recalca los modelos y las intenciones de Sorín. Y puede que el resultado no esté a la altura, anclado por una propuesta excesivamente modesta, pero apunta maneras como filme de cambio, de transición, en el trabajo de un cineasta que evoluciona positivamente. Menos da una piedra. O para ser más exactos, menos da la mitad de la cartelera actual, francamente.
6’5/10
Por Manel Carrasco
Habia leido comentarios donde se criticaba algunos tramos de la pelicula por su lentitud, lo que iba en detrimento del suspenso. No me pareció asi a mi ya que me mantuvo tensionado toda la pelicula.
Tambien lei por ahi que el final era demasiado obvio. Bueno, lo que voy a confesar habla mal de mi como cinéfilo: CREO QUE NO ENTENDI BIEN LO DEL TELEFONO EN EL FREEZER Y LOS LENTES CON SANGRE. ALGUIEN ME LO PUEDE EXPLICAR!!!
No me parece que hable mal como cinéfilo, todos tenemos más de una escena (y a veces de pelis tochas) que no la hemos acabado de entender, y menos tras el primer visionado…
VALE, AQUÍ VIENE UN SPOILER DE CABALLO (AVISADOS ESTÁIS): Las gafas y el móvil son del compañero de Luís. Seguramente recordarás que cuando tiene el brote psicótico por el que lo encierran agrede a su compañero de la universidad. Si la memoria no me falla, todo venía de la sospecha de que su mujer Beatriz tenía un lío con él. Más adelante, vemos que el compañero lleva gafas, le suena el móvil varias veces, y diría que promete que irá a visitar a Luís (también entendemos que no tiene ninguna relación con la mujer). Al final, justo cuando Beatriz parece corroborar que su marido está bien psicológicamente, el espectador descubre que en el congelador de la casa familiar hay las mismas gafas del compañero, y suena la misma melodia de su móvil. Es decir: que el marido está como unas castañas y ha matado a su compañero cuando éste lo ha ido a visitar. Chan-Chaaaaaaan…